Hoy ya no solo nos despedíamos de Yellowstone: nos despedíamos también de Estados Unidos. El vuelo de regreso a Madrid —con escala en París— salía a las 15:30, así que el día empezó sin prisas, más o menos a la hora a la que nos habíamos estado despertando durante todo el viaje, un poco antes, pero con la luz del amanecer ya bien instalada entre los pinos. Desmontamos el campamento por última vez, metiendo en la maleta lo que llevaba días oliendo a humo, a polvo y a aventuras.
Al salir del parque hicimos la parada obligatoria frente al cartel de Yellowstone: la foto de rigor, esa que uno se hace sabiendo que aún no está preparado para irse del todo. En West Yellowstone dejamos los sprays antiosos (que tan fieles nos habían acompañado) y llenamos el depósito. Después, carretera y manta: más de cinco horas de conducción que se hicieron como se suelen hacer estas despedidas largas, hablando poco, mirando mucho por la ventana y dejando que los recuerdos fueran pasando como el paisaje.
En el aeropuerto devolvimos el coche en Sixt sin problemas, pero la tranquilidad duró poco. Al intentar facturar, la empleada me informó —como quien dice algo normalísimo— de que mi maleta costaba más de 500 dólares. Yo, en piloto automático, casi le doy la tarjeta sin pensar, hasta que mi cerebro se activó medio segundo antes del desastre. Le pregunté de nuevo, y sí: había dicho quinientos y pico. Ni ella lo entendía. Entre una revisión y otra, fueron llegando más empleados, cada uno con más rango que el anterior, y allí nos vimos, media hora larga intentando descifrar por qué mi equipaje parecía de platino. Al final, una trabajadora me preguntó cuánto había pagado en la ida. Le enseñé el justificante: 70 euros. Ella introdujo el importe manualmente y me cobró 70 dólares. Más barato incluso… pero el susto me quitó un par de años de vida.
Los vuelos fueron lo que suelen ser los vuelos: largos, pesados y sin mayor historia. Dormité cuando pude, lo justo para llegar a Madrid —ya al día siguiente— con algo de energía para conducir hasta Jaén, donde pasé noche antes de hacer el último tramo hasta casa, en Almería.
Y así terminó la aventura. Días de rutas, fauna, madrugones helados, géiseres, bisontes, lobos, montañas, bosques, cansancio y felicidad. Ahora, a la espera del viaje del verano que viene, esta vez en la segunda quincena de agosto. Nada cerrado todavía, porque los vuelos están imposibles… pero ya llegará. Siempre llega.
Al salir del parque hicimos la parada obligatoria frente al cartel de Yellowstone: la foto de rigor, esa que uno se hace sabiendo que aún no está preparado para irse del todo. En West Yellowstone dejamos los sprays antiosos (que tan fieles nos habían acompañado) y llenamos el depósito. Después, carretera y manta: más de cinco horas de conducción que se hicieron como se suelen hacer estas despedidas largas, hablando poco, mirando mucho por la ventana y dejando que los recuerdos fueran pasando como el paisaje.
En el aeropuerto devolvimos el coche en Sixt sin problemas, pero la tranquilidad duró poco. Al intentar facturar, la empleada me informó —como quien dice algo normalísimo— de que mi maleta costaba más de 500 dólares. Yo, en piloto automático, casi le doy la tarjeta sin pensar, hasta que mi cerebro se activó medio segundo antes del desastre. Le pregunté de nuevo, y sí: había dicho quinientos y pico. Ni ella lo entendía. Entre una revisión y otra, fueron llegando más empleados, cada uno con más rango que el anterior, y allí nos vimos, media hora larga intentando descifrar por qué mi equipaje parecía de platino. Al final, una trabajadora me preguntó cuánto había pagado en la ida. Le enseñé el justificante: 70 euros. Ella introdujo el importe manualmente y me cobró 70 dólares. Más barato incluso… pero el susto me quitó un par de años de vida.
Los vuelos fueron lo que suelen ser los vuelos: largos, pesados y sin mayor historia. Dormité cuando pude, lo justo para llegar a Madrid —ya al día siguiente— con algo de energía para conducir hasta Jaén, donde pasé noche antes de hacer el último tramo hasta casa, en Almería.
Y así terminó la aventura. Días de rutas, fauna, madrugones helados, géiseres, bisontes, lobos, montañas, bosques, cansancio y felicidad. Ahora, a la espera del viaje del verano que viene, esta vez en la segunda quincena de agosto. Nada cerrado todavía, porque los vuelos están imposibles… pero ya llegará. Siempre llega.
