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Cuando llegamos al aeropuerto de San Pablo, facturamos muy rápido, nos facilitaron las dos tarjetas de embarque por persona y, como era aún pronto, nos fuimos a desayunar de nuevo, una vez pasado el control. Embarcamos puntualmente en un estupendo avión de Air Berlín y a las 12 h. despegábamos rumbo a Palma.
Parecía que se me iban ofreciendo continuamente señales para que presagiara que todo iba a salir bien. Por lo pronto, estaba tranquilísima y con el ánimo bien alto, cosa poco habitual en mi hasta que llego al punto de destino, pues me suelo poner algo nerviosa en los aeropuertos, no por el vuelo sino más bien porque creo que puede fallar algo, especialmente si no conozco el sitio al que voy. Bueno, la experiencia me demuestra que también puede fallar algo aunque el destino sea más que conocido y olvidar una maleta, no orientarme bien y andar un montón hasta encontrar un hotel al que he ido varias veces…
Sí, me iban ofreciendo señales; para empezar, el copiloto llevaba mi mismo apellido que, por otro lado, no es demasiado corriente; en el avión sonaban repetidamente dos canciones que me gustan mucho: “Stay” de Van Hours y “True” de Spandau Ballet; el almuerzo, una carne de pollo con curry y otras especias estaba muy buena, cosa también poco usual, ¿qué más podía pedir?... Estaba claro que, esta vez, yo tenía otro ánimo y las notas del pequeño vals vienés que iba conmigo me inundaban más de esperanza que de nostalgia.
El vuelo fue visto y no visto y en unos 45 minutos llegamos al aeropuerto de Palma. El poco tiempo para enlazar con el vuelo a Berlín me preocupaba un poco porque no conocía el aeropuerto, sabía que era grande y mi rodilla me estaba dando la lata, pero fue salir de la zona de llegada y un señor iba preguntando si era fin de destino o transbordo; cuando le dije transbordo me indicó rápidamente la puerta 63, justo enfrente y luego a la izquierda, tras dos cintas mecánicas. En menos de 5 minutos estábamos ya esperando el embarque que hicimos, esta vez, en jardinera hasta el avión. Cuando llegamos a la fila 9, de nuevo las mismas canciones, y nuevamente un vuelo fantástico hasta Tegel. Las maletas llegaron rapidísimamente y salimos con idea de tomar el autobús TXL y bajar en la Alexanderplatz, pero nos decidimos por un taxi, por lo que nos colocamos en la pequeña cola que estaba siendo controlada por un señor que asignaba el vehículo según el número de pasajeros y el volumen del equipaje. Me envalentoné y, cuando me preguntó, pronuncié mis primeras palabras en alemán: “fuha fiha personen, bite” (fur vier Personen, bitte o lo que es lo mismo, para cuatro personas, por favor). En menos de dos minutos, un chico joven con rasgos árabes acomodaba el equipaje en la parte de atrás de un monovolumen; yo me senté a su lado y seguí practicando las cuatro cosas que me había aprendido la noche antes, gracias a la guía de conversación Lonely planet, que me acompaña siempre en mis viajes al extranjero y que tengo en varios idiomas porque me parece utilísima y muy bien estructurada, además de barata.: “Guhten tahk, bite bringuen sih uns tsuh Leonardo Royal hotel in Otto-Braum-Straße” (Guten Tag, bitte bringen Sie uns zu…Buenas tardes, por favor, llévenos a…). Mi hija me echaba unas miradas como diciéndome qué friqui eres y mi hijo se reía sin contemplaciones, pero allí estaba yo encantada de la vida y pasando ya al inglés porque no quería dar la impresión de hablar alemán más allá de lo dicho.
El conductor puso el taxímetro, pues no hay tarifa especial como en otros lugares y, con el suplemento por el equipaje, nos costó 23,10 euros que, si lo comparamos con Sevilla, y según la distancia a la que se encuentra el aeropuerto, no me pareció nada caro y así no teníamos que ir tirando de maletas.
El hotel me impresionó gratamente, es bastante nuevo, pues se abrió en el año 2009. El personal es también joven, muy agradables, hablan inglés, así que no tuve ningún problema en hacerme entender y en pocos minutos teníamos las tarjetas de las habitaciones 266 y 268, contiguas.
Parecía que se me iban ofreciendo continuamente señales para que presagiara que todo iba a salir bien. Por lo pronto, estaba tranquilísima y con el ánimo bien alto, cosa poco habitual en mi hasta que llego al punto de destino, pues me suelo poner algo nerviosa en los aeropuertos, no por el vuelo sino más bien porque creo que puede fallar algo, especialmente si no conozco el sitio al que voy. Bueno, la experiencia me demuestra que también puede fallar algo aunque el destino sea más que conocido y olvidar una maleta, no orientarme bien y andar un montón hasta encontrar un hotel al que he ido varias veces…
Sí, me iban ofreciendo señales; para empezar, el copiloto llevaba mi mismo apellido que, por otro lado, no es demasiado corriente; en el avión sonaban repetidamente dos canciones que me gustan mucho: “Stay” de Van Hours y “True” de Spandau Ballet; el almuerzo, una carne de pollo con curry y otras especias estaba muy buena, cosa también poco usual, ¿qué más podía pedir?... Estaba claro que, esta vez, yo tenía otro ánimo y las notas del pequeño vals vienés que iba conmigo me inundaban más de esperanza que de nostalgia.
El vuelo fue visto y no visto y en unos 45 minutos llegamos al aeropuerto de Palma. El poco tiempo para enlazar con el vuelo a Berlín me preocupaba un poco porque no conocía el aeropuerto, sabía que era grande y mi rodilla me estaba dando la lata, pero fue salir de la zona de llegada y un señor iba preguntando si era fin de destino o transbordo; cuando le dije transbordo me indicó rápidamente la puerta 63, justo enfrente y luego a la izquierda, tras dos cintas mecánicas. En menos de 5 minutos estábamos ya esperando el embarque que hicimos, esta vez, en jardinera hasta el avión. Cuando llegamos a la fila 9, de nuevo las mismas canciones, y nuevamente un vuelo fantástico hasta Tegel. Las maletas llegaron rapidísimamente y salimos con idea de tomar el autobús TXL y bajar en la Alexanderplatz, pero nos decidimos por un taxi, por lo que nos colocamos en la pequeña cola que estaba siendo controlada por un señor que asignaba el vehículo según el número de pasajeros y el volumen del equipaje. Me envalentoné y, cuando me preguntó, pronuncié mis primeras palabras en alemán: “fuha fiha personen, bite” (fur vier Personen, bitte o lo que es lo mismo, para cuatro personas, por favor). En menos de dos minutos, un chico joven con rasgos árabes acomodaba el equipaje en la parte de atrás de un monovolumen; yo me senté a su lado y seguí practicando las cuatro cosas que me había aprendido la noche antes, gracias a la guía de conversación Lonely planet, que me acompaña siempre en mis viajes al extranjero y que tengo en varios idiomas porque me parece utilísima y muy bien estructurada, además de barata.: “Guhten tahk, bite bringuen sih uns tsuh Leonardo Royal hotel in Otto-Braum-Straße” (Guten Tag, bitte bringen Sie uns zu…Buenas tardes, por favor, llévenos a…). Mi hija me echaba unas miradas como diciéndome qué friqui eres y mi hijo se reía sin contemplaciones, pero allí estaba yo encantada de la vida y pasando ya al inglés porque no quería dar la impresión de hablar alemán más allá de lo dicho.
El conductor puso el taxímetro, pues no hay tarifa especial como en otros lugares y, con el suplemento por el equipaje, nos costó 23,10 euros que, si lo comparamos con Sevilla, y según la distancia a la que se encuentra el aeropuerto, no me pareció nada caro y así no teníamos que ir tirando de maletas.
El hotel me impresionó gratamente, es bastante nuevo, pues se abrió en el año 2009. El personal es también joven, muy agradables, hablan inglés, así que no tuve ningún problema en hacerme entender y en pocos minutos teníamos las tarjetas de las habitaciones 266 y 268, contiguas.
A pesar de no estar considerado como un pequeño hotel “boutique”, daba esa impresión, con una cuidada decoración tanto en el lobby, como en la sala de desayunos y en las habitaciones: El hombre de Vitruvio presidía nuestra cabecera y, un poco más abajo, también teníamos una fotografía del museo Bode. La habitación era más bien pequeña, pero funcional, con la cama y almohadas más cómodas en las que he dormido nunca en un hotel. Hacía algo de calor, pero se podía regular la temperatura perfectamente, así que la bajamos unos cuantos grados porque si no, yo no duermo bien.
Deshicimos las maletas en un momento y nos fuimos a tomar contacto con la ciudad, a la busca de algunos monumentos, pues el recorrido en el taxi transcurrió por una zona bastante anodina, más bien polígonos industriales y calles ubicadas en barrios que parecían modestos y no habíamos visto ningún edificio notable hasta que divisamos a lo lejos la famosa torre de televisión, que la teníamos a unos 15 minutos andando del hotel. Esta torre tiene casi 370 metros y, por tanto, es la mayor altura de la ciudad. Debajo de la esfera metálica hay un restaurante giratorio panorámico que no tuve el gusto de conocer pues si alguien ha leído mis anteriores diarios sabrá ya de mi nulo interés por subir tanto, aunque sea en ascensor y, si no he alcanzado la cima de lugares, desde mi punto de vista, más nobles e interesantes, pues no iba ahora a tentar al vértigo, encima dando vueltas, por lenta que vaya la plataforma y esté sentada en una mesa, pero reconozco que debe ser estupendo.
Muy cerca, el rascacielos del Park-Inn, nuestro originario hotel, se alzaba formando un moderno conjunto y, aunque no pude comprobar ni su confortabilidad ni el grado de atención al cliente, me alegré muchísimo con el cambio de última hora, porque no me gustan los macrohoteles.
Muy cerca, el rascacielos del Park-Inn, nuestro originario hotel, se alzaba formando un moderno conjunto y, aunque no pude comprobar ni su confortabilidad ni el grado de atención al cliente, me alegré muchísimo con el cambio de última hora, porque no me gustan los macrohoteles.
La Fernsehturm o Torre de Televisión
Teníamos enfrente la parada del autobús 200, pero preferimos ir caminando hacia la Alexanderplatz, que no sé por qué, yo había pensado que sería de otra manera, pero es un espacio totalmente abierto, muy grande, donde se ubica, además de la torre de televisión y el hotel ya citados, el Weltzeituhr, un gran reloj circular, que ofrece la hora de algunas de las principales ciudades del mundo, coronado por una estructura que representa el sistema orbital solar. A pesar de haber pasado por su lado en numerosas ocasiones, hasta que no estuvimos de vuelta y vimos tranquilamente las fotografías, no me di cuenta de que no hicimos ninguna, por lo que ésta está tomada de Internet (berlin.ociogo.com); no sería éste el único olvido más o menos importante, como ya comentaré.
Aunque era muy diferente a la que había ideado (no me gusta generalmente ver imágenes de los sitios a los que voy a ir, para no sustraerme de la impresión de contemplarlos por primera vez), la plaza tiene un buen ambiente, con gente a cualquier hora, quizás debido a la proximidad de algunos restaurantes y centros comerciales, como las galerías Kaufhof, a las que iríamos en algún momento.
Decidimos subir al autobús 200 (precio del billete: 2,30 euros), que hace un recorrido muy interesante, para ver algunos de los principales lugares de interés y ubicarnos, por lo que llegaríamos hasta el zoo, así veríamos los monumentos iluminados, que tienen, en mi opinión, mucho encanto. A pesar de ser primavera y sólo las 19,30 h. ya era noche cerrada, pero las calles y los edificios tienen muy poca luz, de hecho, desde el autobús, prácticamente no apreciamos ningún detalle y algunos hasta se nos pasaron, por lo que la primera impresión de Berlín fue bastante oscura y algo triste. Recorrimos la Karl-Liebknecht-Straße, dejando a la izquierda la Marienkirche y continuamos hasta Lustgarten, donde se encuentra la isla de los museos, aunque sólo pudimos ver algo del Altes y la catedral, que sí aparecía con sus cúpulas iluminadas. Enfilamos entonces hacia la Ópera y la avenida Unter den Liden (Boulevard de los tilos), en la que se veían más claramente los escaparates de los concesionarios de automóviles y giramos dejando a un lado la puerta de Brandenburgo, aunque no se veía apenas desde el autobús, y nos dirigimos hacia la Potsdamer Platz y el interior del Tiegarten, el parque más extenso de la ciudad, rodeando la glorieta donde se encuentra la columna de la Victoria (la Siegessäule), dorada y tan alta que, desde el autobús, era imposible fotografiarla. Tras varias paradas más, comenzamos a divisar un edificio similar a un templo asiático, con unos elefantes a cada lado e intuimos que habíamos llegado a nuestro destino, Zoologischer Garten, que confirmamos en la barra informativa donde iban apareciendo las distintas paradas.
Nos bajamos, dado que el autobús no es circular, pensando que el que realiza el trayecto inverso paraba en la acera de enfrente, donde había un centro comercial así que nos dirigimos hacia allí pero no vimos ninguna indicación. Teóricamente, debíamos estar cerca de la Kaiser-Wilhelm-Gedätchnis kirche, la iglesia del Memorial, también conocida como “la muela picada”, pero tampoco la vimos. Sólo veíamos algunos grupos con litronas y chupas de cuero que se iban incrementando mientras intentábamos adivinar dónde podría estar la parada. Dos o tres integrantes de uno de los grupos empezaron una discusión prácticamente a nuestro lado, por lo que cruzamos rápidamente hasta el punto de partida para preguntar dónde se cogía el autobús en dirección contraria, estando justo a nuestra espalda, así que ya nos fuimos hacia allá y nos tranquilizó ver que había varias personas haciendo cola, al menos no estaríamos solos. Aún no habían transcurrido dos horas, realmente apenas 15 minutos, por lo que nos servían los mismos billetes; volvimos a ver, o mejor dicho, a intuir algunos de los monumentos y decidimos bajar en el lugar más iluminado, frente a la catedral, y observamos que había varios restaurantes. Como era ya la hora de cenar, nos encaminamos al que estaba más lleno, el Block House, un asador bastante grande, con mesas también en la terraza. Yo apostaba por quedarnos aquí, pero el personal tenía frío, así que entramos y nos dieron mesa inmediatamente. Cenamos fenomenal, mi amiga una sopa de cebolla francesa con queso y yo una ensalada César, compartiendo luego un Filet Mignon; mis hijos pidieron uno cada uno; todos venían servidos con ensalada y una patata asada con crema agria; compartimos también un tiramisú, mi hija pidió helado y todos repetimos bebida, nosotras cerveza y ellos coca-cola y agua. Fueron 74,20 euros, lo que no nos pareció caro dada la calidad de la comida y el magnífico servicio, así que presentíamos que íbamos a volver.
A la salida hacía frío, por lo que no nos apetecía ir caminando, de ahí que volviéramos a coger el 200 hasta el hotel (esta vez ya tuvimos que sacar nuevos billetes). No teníamos aún ganas de recogernos pero en la calle no había prácticamente nadie, así que, mientras mis hijos descubrían los estupendos ordenadores del lobby, nosotras descubríamos los excelentes mojitos del bar. Coincidimos en que lo que habíamos visto no nos había entusiasmado, la verdad, y nos quedamos con un cierto sabor agridulce, similar al de la bebida que estábamos tomando, deseando que a la mañana siguiente, cuando hiciéramos el tour a pie por la ciudad, cambiáramos de opinión.
Decidimos subir al autobús 200 (precio del billete: 2,30 euros), que hace un recorrido muy interesante, para ver algunos de los principales lugares de interés y ubicarnos, por lo que llegaríamos hasta el zoo, así veríamos los monumentos iluminados, que tienen, en mi opinión, mucho encanto. A pesar de ser primavera y sólo las 19,30 h. ya era noche cerrada, pero las calles y los edificios tienen muy poca luz, de hecho, desde el autobús, prácticamente no apreciamos ningún detalle y algunos hasta se nos pasaron, por lo que la primera impresión de Berlín fue bastante oscura y algo triste. Recorrimos la Karl-Liebknecht-Straße, dejando a la izquierda la Marienkirche y continuamos hasta Lustgarten, donde se encuentra la isla de los museos, aunque sólo pudimos ver algo del Altes y la catedral, que sí aparecía con sus cúpulas iluminadas. Enfilamos entonces hacia la Ópera y la avenida Unter den Liden (Boulevard de los tilos), en la que se veían más claramente los escaparates de los concesionarios de automóviles y giramos dejando a un lado la puerta de Brandenburgo, aunque no se veía apenas desde el autobús, y nos dirigimos hacia la Potsdamer Platz y el interior del Tiegarten, el parque más extenso de la ciudad, rodeando la glorieta donde se encuentra la columna de la Victoria (la Siegessäule), dorada y tan alta que, desde el autobús, era imposible fotografiarla. Tras varias paradas más, comenzamos a divisar un edificio similar a un templo asiático, con unos elefantes a cada lado e intuimos que habíamos llegado a nuestro destino, Zoologischer Garten, que confirmamos en la barra informativa donde iban apareciendo las distintas paradas.
Nos bajamos, dado que el autobús no es circular, pensando que el que realiza el trayecto inverso paraba en la acera de enfrente, donde había un centro comercial así que nos dirigimos hacia allí pero no vimos ninguna indicación. Teóricamente, debíamos estar cerca de la Kaiser-Wilhelm-Gedätchnis kirche, la iglesia del Memorial, también conocida como “la muela picada”, pero tampoco la vimos. Sólo veíamos algunos grupos con litronas y chupas de cuero que se iban incrementando mientras intentábamos adivinar dónde podría estar la parada. Dos o tres integrantes de uno de los grupos empezaron una discusión prácticamente a nuestro lado, por lo que cruzamos rápidamente hasta el punto de partida para preguntar dónde se cogía el autobús en dirección contraria, estando justo a nuestra espalda, así que ya nos fuimos hacia allá y nos tranquilizó ver que había varias personas haciendo cola, al menos no estaríamos solos. Aún no habían transcurrido dos horas, realmente apenas 15 minutos, por lo que nos servían los mismos billetes; volvimos a ver, o mejor dicho, a intuir algunos de los monumentos y decidimos bajar en el lugar más iluminado, frente a la catedral, y observamos que había varios restaurantes. Como era ya la hora de cenar, nos encaminamos al que estaba más lleno, el Block House, un asador bastante grande, con mesas también en la terraza. Yo apostaba por quedarnos aquí, pero el personal tenía frío, así que entramos y nos dieron mesa inmediatamente. Cenamos fenomenal, mi amiga una sopa de cebolla francesa con queso y yo una ensalada César, compartiendo luego un Filet Mignon; mis hijos pidieron uno cada uno; todos venían servidos con ensalada y una patata asada con crema agria; compartimos también un tiramisú, mi hija pidió helado y todos repetimos bebida, nosotras cerveza y ellos coca-cola y agua. Fueron 74,20 euros, lo que no nos pareció caro dada la calidad de la comida y el magnífico servicio, así que presentíamos que íbamos a volver.
A la salida hacía frío, por lo que no nos apetecía ir caminando, de ahí que volviéramos a coger el 200 hasta el hotel (esta vez ya tuvimos que sacar nuevos billetes). No teníamos aún ganas de recogernos pero en la calle no había prácticamente nadie, así que, mientras mis hijos descubrían los estupendos ordenadores del lobby, nosotras descubríamos los excelentes mojitos del bar. Coincidimos en que lo que habíamos visto no nos había entusiasmado, la verdad, y nos quedamos con un cierto sabor agridulce, similar al de la bebida que estábamos tomando, deseando que a la mañana siguiente, cuando hiciéramos el tour a pie por la ciudad, cambiáramos de opinión.
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