ღ SAN SEBASTIÁN DE LAS GRUTAS ヅ
Esta mañana viene a recogerme otro conductor y hay nuevos compañeros de aventura (dos matrimonios mayores de mexicanos con residencia en EEUU), excepto las jóvenes de Veracruz del día anterior que repiten. Hoy será la jornada con más feeling entre todos quienes componemos el grupo. Habrá buen rollo y muchas risas.
El viaje dura algo más de dos horas por una carretera ondulante por una zona montañosa del Estado de Oaxaca. En el trayecto un grupo de nativos cortan durante treinta minutos la carretera en protesta contra los gobernantes porque las vacunas contra el Covid 19 no les llegan, mientras, en Europa u otros lugares, los negacionistas rechazan vacunarse por extrañas e inverosímiles conspiraciones rocambolescas.

Al fin, sin más contratiempos, llegamos a las Grutas de San Sebastián, cerca de la población homónima que no supera los mil habitantes. En la entrada del parque que tiene aproximadamente una década de vida, creado ante el incremento exponencial de turistas a la gruta, nos espera nuestro guía y nos cobra, si no recuerdo mal, 145 pesos para poder acceder; algo más caro si se hace el pequeño rappel a la poza y al río subterráneo del nivel más bajo de las galerías.

Las grutas son un sistema de Cuevas de 450 metros con un cenote a mitad de camino y un rio subterráneo que se baja haciendo rapel a treinta metros del sendero principal con dos entradas. Entramos por el acceso remodelado por la mano del hombre que tiene una puerta verja que cierran y abren con llave. Admiramos, durante nuestro trayecto, formaciones caprichosas y sorprendentes de la naturaleza. Como una columna (estalagmita) acabada y otra creciendo, pero todavía lejos de llegar a la bóveda de la cueva por las filtraciones de agua que crecen 10 cm cada mil años. También sorprende algunas formaciones que la imaginación del hombre autóctono les recuerda seres vivos, como un elefante decapitado. Sin embargo, lo que más me maravilla es el espectáculo del aragonito cuando apagamos las linternas y quedamos completamente a oscuras en una de las partes más altas y cóncavas de la gruta donde comienza el mineral a brillar aleatoriamente como si estuviéramos viendo la bóveda celeste desde un observatorio en una noche mágica.
Es recomendable recorrer la cueva con calzado de senderismo porque algunos tramos son terreno resbaladizo por las filtraciones del agua para no tener incidentes como la amiga de Ruth, quien cayó al suelo por llevar zapatillas no adecuadas al descender un pequeño desnivel; o el compañero mexicano que, cuando no quedaba ya mucho para salir, resbaló en un escalón natural con la fortuna que yo iba detrás de él y no llegó a perder el equilibrio, gracias a mi intervención, en un área comprometida para la integridad física. Por suerte, fueron dos anécdotas que no provocaron ninguna herida.
El guía nos señala la cavidad de San Andrés, en una “bifurcación” de la cueva antes de coger el camino correcto para salir, donde unos extranjeros eligieron el camino equivocado y se internaron en un corredor profundo y donde el oxígeno cada vez es más escaso, a quienes, parece ser, acabaron rescatando y pudieron contarlo.
¿Por qué se llama Andrés? - nos pregunta serio, pero con una leve mirada guasona-. Porque entran dos y salen tres.

En la salida, rodeados de una frondosa vegetación que me recuerda a los bosques hispánicos, nos espera la hermana del guía con un tenate repleto de bolsitas de plástico con frutas troceadas que nos ofrece por unos 50 pesos y todos compramos.

Luego, nos lleva a un cercano y pequeño cenote en el interior de una oscura cueva de donde emerge un riachuelo. Las dóciles ranitas ocres son los únicos habitantes que observo en las orillas del riachuelo antes de llegar a la poza de la que se nutre. La poza es pequeña y la parte más profunda alcanza los tres metros, pero sus aguas son limpias y excelentes para darse un chapuzón a la luz difusa que ofrecen las linternas. Una maravillosa experiencia, en definitiva, que uno no se puede perder si se deja caer por estos lares al menos que sea claustrofóbico o nictofobio.

Comemos en un restaurante de techo de uralita y estructura de madera no muy lejos de allí. Mis comensales mexicanos, roto ya a trizas el hielo que hay entre desconocidos en los primeros momentos, comienza la guasa y las risas, sirviéndose de excusa las experiencias de sus viajes a Cuba, pues todos han viajado a la isla caribeña excepto yo, y haciendo hincapié irónicamente a lo “cariñosos y cariñosas” que son los cubanos con los extranjeros, y que todos, al final, resultan tener un primo o una prima que acaban siendo sus verdaderos amantes. Como a la pobre Ruth de Veracruz, que enamorada por los encantos de un hombre que no conocía físicamente se fue a Cuba, se desenamoro allí y se volvió a enamorar
en la misma isla en menos de quince días, y se casó, para luego enterarse que la prima de su marido no era su prima. Y todos, entre risas, instigándome a que me vaya a allí, que coja un avión y no vaya a Chiapas mañana. ¡Pobrecillos cubanos! Hoy les deben estar chirriando sus oídos por la chanza a costa de ellos. A Ruth, le digo, en la misma línea guasona de mis comensales, que, al Estado de Veracruz, su tierra, no voy ni loco después de ver la película de terror The Old ways en la plataforma de Netflix, que no quiero acabar siendo el protagonista de un exorcismo. Así pasamos el tiempo de la comida, entre risas y bocados. Aprovecho las últimas horas de la jornada en cenar en los soportales del zócalo al son de la música de los artistas callejeros y la vibrante vida que bulle por los poros de los oaxaqueños y extranjeros, donde los problemas cotidianos dan una tregua a los vivos. Riéndome solo al recordar que en las Grutas de San Andrés entran dos y salen tres. ¡Qué cachondos son estos oaxaqueños!