Quedó para nuestra última jornada de visitas culturales la roca de Sigiriya, que no tiene más de media hora de camino desde Dambulla, donde volvimos a dormir la noche anterior.
En el trayecto se ve el paisaje llano de la parte norte de la Provincia Central, con lagunas que son de origen artificial y por donde se mueven elefantes en plena libertad. Llegando a Sigiriya, la carretera se adentra en el bosque, que ya se extiende hacia el este hasta el Parque Nacional Minneriya.

Sigiriya forma parte del Triángulo Cultural, así que nos sirvió el mismo ticket con el que anteriormente visitamos Anuradhapura y Polonnaruwa. Es el lugar más visitado de Sri Lanka, y aquí es donde más turistas vimos de todo el recorrido.
Es un paraje bastante singular, pues se trata de una enorme roca de origen volcánico que surge en medio de un paisaje boscoso bastante llano. En ella hay vestigios de monasterios budistas desde el siglo III a.C. hasta el siglo XIV d.C., en que quedó abandonada, siendo de nuevo descubierta por los británicos a finales del XIX.
Desde la puerta de acceso principal, lo primero que se recorren son los Jardines Reales, que rodean toda la roca y que se dividen en tres secciones situadas a distinto nivel topográfico. Los más bajos y exteriores se denominan Jardines Acuáticos y son de los más antiguos del mundo. Forman unos largos pasillos con estanques rectangulares que tienen la roca como telón de fondo.

Más cerca de la roca y, ya a un nivel topográfico algo más alto, están los Jardines Rocosos, donde hay bloques procedentes de desprendimientos rodeadas de senderos y, más alto aún, llegando hasta la misma pared de la roca, están las Terrazas Ajardinadas. Estos dos sectores de los jardines están comunicados entre sí por pasadizos entre las rocas o por tramos de escaleras tallados en la piedra viva por generaciones de los monjes budistas.

Desde este punto es donde se empieza la subida de largos tramos de escaleras bastante empinados que, en distintos niveles, conducen hasta la cima de la roca. Antes de partir, había leído comentarios sobre lo extenuante de esta visita por este motivo. Al final, me pareció bastante exagerado: con un mínimo de forma física es bastante llevadero y con las paradas para ver las vistas según se asciende es suficiente para recuperar el aliento.
Dicho esto, el primer gran tramo de escaleras nos llevó al inicio de otras metálicas adosadas a la pared de la roca y que, en un último tramo de caracol desembocan en una plataforma metálica similar a la de los andamios, protegida del sol con unas lonas, desde donde se contemplan los Frescos de las Doncellas, para muchos la principal atracción del complejo arqueológico. En todo este itinerario, aunque muy bien asegurado por barandillas, es mejor no mirar para abajo.

Del origen de los frescos, que están muy bien conservados para el lugar donde se encuentran, no se sabe mucho. Se les estima unos 1.500 años de antiguedad y tampoco se sabe si representan escenas de la corte o religiosas. Lo que tampoco deja de ser para mí un misterio es cómo se las apañaron para llegar hasta ahí para pintarlos y poderlos observar. Supongo que enormes construcciones de madera de las que no queda ni rastro debieron de recubrir las paredes de la roca.

Ni que decir tiene que todo lo subido para ver los frescos hay que bajarlo para continuar la visita.