Desde Ayutthaya hasta nuestro siguiente destino hicimos unos 40 kilómetros, a lo largo de los cuales se repitieron las imágenes de multitud de tiendas que vendían estatuas de animales (elefantes, monos, dragones…) de todos los tamaños, aunque son muy numerosas las de pollos y gallos. La explicación proviene de una leyenda, según la cual, en el siglo XVI, el príncipe Naresuan estaba cautivo de los birmanos, que habían invadido su reino. Retó a su príncipe a una pelea de gallos y el suyo luchó hasta la muerte pero ganó la pelea, lo que animó a Naresuan a combatir a los birmanos con el mismo ímpetu hasta expulsarlos de Ayutthaya, proclamándose rey. Por eso, el pollo (gallo de cola blanca) se convirtió en un emblema de esta parte de Tailandia, encarnando los valores de la valentía y la lucha.

Por el camino, divisamos también una enorme estatua dorada, representando a un monje. Incluso en la distancia es fácil distinguir la figura de un monje de la de Buda, pues el monje tiene la cabeza desnuda, mientras que Buda lleva siempre una protuberancia cubierta de rizos cortos que giran en sentido de las agujas del reloj. Se llama Usnisha y es el símbolo de la iluminación suprema y la sabiduría.


Ang Thong fue una importante ciudad fronteriza respecto al reino de Ayutthaya, pues vigilaba los accesos para evitar invasiones birmanas, con el río Noi como obstáculo natural para protegerse de sus incursiones. Sus dos grandes atracciones son ahora Wat Khun Inthapramun con su gran buda reclinado, y Wat Muang, objeto de nuestra visita, que nos recibió casi con escenografía holliwoodiense ya desde el exterior
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Wat Muang.
Destruido durante la invasión birmana del siglo XVIII, fue reconstruido a principios del XIX y restaurado en el último cuarto del siglo XX. Actualmente, el templo es famoso sobre todo por albergar el Buda sentado más grande de toda Tailandia y la décima mayor estatua del mundo. Mide 92 metros de alto y 63 de ancho, está hecho de cemento recubierto de pintura dorada y en días claros se puede vislumbrar a varios kilómetros de distancia.
El Buda se empezó a construir en 1990 y tardó 18 años en finalizarse. Se calcula que costó 131 millones de bahts. Es realmente espectacular. Hay que estar allí para percatarse de sus colosales dimensiones, resaltadas por otro buda en el centro en la parte inferior. Las perspectivas desde cualquier parte del recinto son impresionantes.


Varias escalinatas flanqueadas por enormes serpientes conduce hasta su base, que también se encuentra en alto. Son muchos los fieles (y turistas) que se acercan a tocar su dedo como señal de bendición o buena suerte. En la terraza superior, donde se asienta la estatua, se le puede dar la vuelta, contemplando a la vez un panorama muy bonito del paisaje que rodea el complejo.




Pero no es solo el Gran Buda lo que llama la atención en este lugar. Y es que hay muchísimas estatuas (dos de ellas gigantescas) y todo tipo de figuras que simulan diversos escenarios, como el del jardín del cielo y el infierno para los budistas, que incluyen cautivos y torturas. Resulta sorprendente, la verdad. Además, hay otros muchos monumentos que conmemoran escenas de los legendarios reyes de Siam y sus guerras con Birmania, así como ceremonias de todo tipo, bailes, cacerías, un sinfín de composiciones.


También hay otros recintos que merece la pena ver, como el Viharn Kaew, que es una sala de ordenación de vidrio, completamente decorada, de suelo a techo, con mosaicos de espejos, donde se encuentra un Buda de plata, aparte de otras figuras de bronce que representan más budas y monjes. Muy llamativo.



Hay otro viham en cuyo interior hay más budas y con las paredes cubiertas por pinturas. El exterior está flanqueado por gigantescos huevos rosas. Los huevos rosas (por dentro son negros) pueden verse fácilmente en los mercados y suponen una variante tailandesa del huevo centenario, que requiere conservarse durante varias semanas o meses en una mezcla de aceite, ceniza, sal, cal viva y cáscaras de arroz, aunque el procedimiento puede variar.




Al margen del Buda, bueno, incluido él mismo, todo parece excesivo y exagerado, una especie de Disneyland a la Tailandesa, incluso habrá quien lo considere hortera, pero es algo diferente que no deja de tener su aquel. Además, se toman fotos impactantes y llenas de color. Me gustó verlo.




Continuamos hacia Sukhothai.
Todavía nos quedaba un recorrido de 340 kilómetros y varias horas hasta llegar a nuestro alojamiento en Sukhothai. De camino, paramos a almorzar en un restaurante cuyos comedores se distribuían en cabañas situadas sobre canales y unidas por pasarelas de madera y caña.



El entorno resultaba casi idílico por su lujuriosa vegetación, algo bueno y malo al tiempo, ya que al llegar temí seriamente acabar devorada por los mosquitos. Afortunadamente, mis precauciones funcionaron perfectamente y salí indemne, sin una sola picadura.

El menú consistió en un surtido de platos tradicionales tailandeses, aunque al ser un encargo para extranjeros, el picante se moderó un poco, dejándolo abierto al gusto particular mediante las salsas que cada cual quisiera añadir. Me preparé una mazcolanza de todo y, personalmente, lo agradecí.


Después, al avanzar por la carretera, la vegetación iba cambiando, si bien los arrozales no perdían el protagonismo. Como no podía ser menos, vimos templos, pueblos, tenderetes con todo tipo de mercancías y un precioso atardecer en cuyo fondo no faltaban los inefables amasijos de cables.


