29 de julio de 2010. La noche en el campamento había sido bastante ajetreada. El konyagi, un licor de alta graduación típico de estas tierras, había desplegado sus efectos más nocivos en uno de los porteadores que nos había acompañado hasta aquel lugar. Los sonidos guturales que emitía al expulsar la cena de la pasada noche se mezclaban con el sonido martilleante que producían los iraqs en plena época de celo, tratando de llamar la atención de las hembras del lugar. Las circunstancias hacían que fuera realmente difícil conciliar el sueño; sueño que finalmente se vio interrumpido, a eso de las seis de la mañana, por la temprana llamada de los compañeros de expedición.
La noche anterior habíamos organizado con nuestro guía, una pequeña excursión para ver amanecer en las cataratas, situadas a unos cientos de metros del campamento. Ataviados con alguna que otra manta, encaminamos nuestros pasos hasta ellas, de forma lenta y silenciosa por un estrecho sendero. El agua bullía de forma descontrolada por las enormes rocas de color grisáceo, sirviéndonos éstas de cómodo asiento para el espectáculo.
El sol emergió de forma imponente desde la línea del horizonte, desplegando sus rayos sobre las plantaciones de azúcar del Valle del Kilombero. En apenas unos minutos, el sol brillaba ya en todo lo alto, filtrándose los rayos solares a través de las ramas de los árboles, bajo la atenta mirada del selecto grupo de expedicionarios que habíamos decidido restar algunas horas al sueño a fin de inmortalizar el momento.
Retrocedimos sobre nuestros pasos hasta alcanzar de nuevo el campamento, donde el café, el zumo y alguna que otra vianda nos sirvió de desayuno, para finalmente emprender el camino de vuelta al Udzungwa Forest Campsite.
Aunque nos encontrábamos en un paraje que es conocido por la frecuente presencia de animales salvajes tales como los leones, leopardos y búfalos – al menos, así nos lo hacían pensar las recientes huellas encontradas en el camino de bajada -, lo cierto es que aquella noche no tuvimos ningún encuentro con la fauna local, seguramente debido a los ruidos que emitía el enfermo porteador y a los excrementos que, a modo de barrera infranqueable, buena parte del grupo diseminaron por los alrededores, al encontrarse realmente impracticable la letrina instalada en el campamento.
Si la ascensión había sido dura para los expedicionarios de peor condición física, no lo fue menos la bajada, que debido a lo escarpado de la orografía del terreno, hacía que nuestras piernas acusaran el esfuerzo de la etapa del día anterior.
Desde el sendero principal, tomamos una pequeña desviación en dirección a la base de las cataratas, donde pudimos disfrutar de un nuevo baño, esta vez en unas aguas mucho más calmadas que las que discurren por la cima de las cataratas.
La caida de agua se prolongaba desde la cima desde la que habíamos contemplado el amanecer hasta la base donde nos entontrábamos, formando pozas de un color verde intenso. Reconozco que aunque agradecí el baño, temí en todo momento que las aguas estuvieran pobladas del parásito que tiene la caprichosa costumbre de anidar en el interior de tus partes más íntimas, provocándote un dolor insufrible, pero finalmente no fue ese el caso y pudimos continuar nuestro camino sin contratiempos.
El descenso fue amenizado por una familia de colobos blanquinegros que alertados por nuestra presencia saltaban de una rama a otra, en busca de la intimidad que la que suelen ser acreedores en este lugar tan alejado del turismo. Finalmente aparecimos en el campamento, desde donde retomamos nuestro camino con dirección a Iringa, haciendo uso de nuevo de nuestros vehículos que por un día habían dejado de ser nuestro hogar.
Aunque preveíamos que la distancia que nos separaba de Iringa se podía hacer en menos de 4 horas, nos vimos sorprendidos por las constantes obras que los operarios realizaban en parte de la calzada, habilitando el paso en un único sentido y de forma alternativa. El tronco de un árbol dispuesto horizontalmente sobre dos bidones servía de barrera para impedir el paso al carril de tierra. El motor de los autobuses situados a nuestras espaldas, rugía pidiendo paso hacia el único carril que estaba habilitado, provocando la aceleración de nuestros vehículos con la finalidad de buscar la mejor posición de salida y fundamentalmente que ninguno de los tres vehículos que componíamos la expedición quedara cortado en un punto intermedio.
Nuestras habilidades al volante iban acrecentándose a medida que el viaje iba cumpliendo etapas, debido en gran medida al convencimiento de que en las carreteras tanzanas, como en los parques nacionales, el más grande se come al más pequeño. Si el que viene de frente es un camión completamente deshecho, pero camión al fin y al cabo, o un autobus atestado de gente del que cuelgan personas desde las ventanillas, tú le cedes el paso y te apartas, porque el no variará en ningún momento su trayectoria. Pero si el que tenemos enfrente es un tanzano que viene en bicicleta, amigo... ¡el que se aparta es él! En aquel lugar la única excepción a esta regla, la constituían las legiones de babuinos que se apostaban a cada lado de la vía, que aún haciendo uso del claxon, no variaban su posición inicial.
El almuerzo lo realizamos en el valle de los baobabs, una especie de árbol muy característico de esta zona del país y de parques nacionales como Tarangire o Ruaha. Por vez primera en el viaje pudimos saborear unos sandwiches rellenos de ibéricos que habíamos traido desde España hasta allí, comprobando que este tipo de productos en la distancia saben aún mejor si cabe.
Tras el almuerzo, continuamos nuestro camino, empezando a ascender hacia las llamadas tierras altas del sur de Tanzania. No era extraño encontrarnos camiones o autobuses volcados a ambos lados de la carretera, producto de la conducción temeraria que practican los locales. Eran ya tantas horas al volante, que en el algún momento olvidé que llevaba las gafas de sol puestas, pese a que ya hacía algún tiempo que el sol había dejado de brillar, lo que propiciaba que mis quejas sobre el alumbrado del coche carecieran de todo sentido, con la correspondiente mofa del personal que me acompañaba.
La oscuridad de la noche cayó sobre nosotros mucho antes de llegar a Iringa, resultando unos últimos kilómetros especialmente largos que culminaron en la Kisolanza Old Farm, alojamiento donde teníamos previsto hospedarnos esa noche. Una exquisita cena a base de comida tradional puso el colofón al largo día, a la espera de emprender el asalto a un nuevo país: Malawi.
[/size][/size] La noche anterior habíamos organizado con nuestro guía, una pequeña excursión para ver amanecer en las cataratas, situadas a unos cientos de metros del campamento. Ataviados con alguna que otra manta, encaminamos nuestros pasos hasta ellas, de forma lenta y silenciosa por un estrecho sendero. El agua bullía de forma descontrolada por las enormes rocas de color grisáceo, sirviéndonos éstas de cómodo asiento para el espectáculo.
El sol emergió de forma imponente desde la línea del horizonte, desplegando sus rayos sobre las plantaciones de azúcar del Valle del Kilombero. En apenas unos minutos, el sol brillaba ya en todo lo alto, filtrándose los rayos solares a través de las ramas de los árboles, bajo la atenta mirada del selecto grupo de expedicionarios que habíamos decidido restar algunas horas al sueño a fin de inmortalizar el momento.
Retrocedimos sobre nuestros pasos hasta alcanzar de nuevo el campamento, donde el café, el zumo y alguna que otra vianda nos sirvió de desayuno, para finalmente emprender el camino de vuelta al Udzungwa Forest Campsite.
Aunque nos encontrábamos en un paraje que es conocido por la frecuente presencia de animales salvajes tales como los leones, leopardos y búfalos – al menos, así nos lo hacían pensar las recientes huellas encontradas en el camino de bajada -, lo cierto es que aquella noche no tuvimos ningún encuentro con la fauna local, seguramente debido a los ruidos que emitía el enfermo porteador y a los excrementos que, a modo de barrera infranqueable, buena parte del grupo diseminaron por los alrededores, al encontrarse realmente impracticable la letrina instalada en el campamento.
Si la ascensión había sido dura para los expedicionarios de peor condición física, no lo fue menos la bajada, que debido a lo escarpado de la orografía del terreno, hacía que nuestras piernas acusaran el esfuerzo de la etapa del día anterior.
Desde el sendero principal, tomamos una pequeña desviación en dirección a la base de las cataratas, donde pudimos disfrutar de un nuevo baño, esta vez en unas aguas mucho más calmadas que las que discurren por la cima de las cataratas.
La caida de agua se prolongaba desde la cima desde la que habíamos contemplado el amanecer hasta la base donde nos entontrábamos, formando pozas de un color verde intenso. Reconozco que aunque agradecí el baño, temí en todo momento que las aguas estuvieran pobladas del parásito que tiene la caprichosa costumbre de anidar en el interior de tus partes más íntimas, provocándote un dolor insufrible, pero finalmente no fue ese el caso y pudimos continuar nuestro camino sin contratiempos.
El descenso fue amenizado por una familia de colobos blanquinegros que alertados por nuestra presencia saltaban de una rama a otra, en busca de la intimidad que la que suelen ser acreedores en este lugar tan alejado del turismo. Finalmente aparecimos en el campamento, desde donde retomamos nuestro camino con dirección a Iringa, haciendo uso de nuevo de nuestros vehículos que por un día habían dejado de ser nuestro hogar.
Aunque preveíamos que la distancia que nos separaba de Iringa se podía hacer en menos de 4 horas, nos vimos sorprendidos por las constantes obras que los operarios realizaban en parte de la calzada, habilitando el paso en un único sentido y de forma alternativa. El tronco de un árbol dispuesto horizontalmente sobre dos bidones servía de barrera para impedir el paso al carril de tierra. El motor de los autobuses situados a nuestras espaldas, rugía pidiendo paso hacia el único carril que estaba habilitado, provocando la aceleración de nuestros vehículos con la finalidad de buscar la mejor posición de salida y fundamentalmente que ninguno de los tres vehículos que componíamos la expedición quedara cortado en un punto intermedio.
Nuestras habilidades al volante iban acrecentándose a medida que el viaje iba cumpliendo etapas, debido en gran medida al convencimiento de que en las carreteras tanzanas, como en los parques nacionales, el más grande se come al más pequeño. Si el que viene de frente es un camión completamente deshecho, pero camión al fin y al cabo, o un autobus atestado de gente del que cuelgan personas desde las ventanillas, tú le cedes el paso y te apartas, porque el no variará en ningún momento su trayectoria. Pero si el que tenemos enfrente es un tanzano que viene en bicicleta, amigo... ¡el que se aparta es él! En aquel lugar la única excepción a esta regla, la constituían las legiones de babuinos que se apostaban a cada lado de la vía, que aún haciendo uso del claxon, no variaban su posición inicial.
El almuerzo lo realizamos en el valle de los baobabs, una especie de árbol muy característico de esta zona del país y de parques nacionales como Tarangire o Ruaha. Por vez primera en el viaje pudimos saborear unos sandwiches rellenos de ibéricos que habíamos traido desde España hasta allí, comprobando que este tipo de productos en la distancia saben aún mejor si cabe.
Tras el almuerzo, continuamos nuestro camino, empezando a ascender hacia las llamadas tierras altas del sur de Tanzania. No era extraño encontrarnos camiones o autobuses volcados a ambos lados de la carretera, producto de la conducción temeraria que practican los locales. Eran ya tantas horas al volante, que en el algún momento olvidé que llevaba las gafas de sol puestas, pese a que ya hacía algún tiempo que el sol había dejado de brillar, lo que propiciaba que mis quejas sobre el alumbrado del coche carecieran de todo sentido, con la correspondiente mofa del personal que me acompañaba.
La oscuridad de la noche cayó sobre nosotros mucho antes de llegar a Iringa, resultando unos últimos kilómetros especialmente largos que culminaron en la Kisolanza Old Farm, alojamiento donde teníamos previsto hospedarnos esa noche. Una exquisita cena a base de comida tradional puso el colofón al largo día, a la espera de emprender el asalto a un nuevo país: Malawi.