Martes 15 Noviembre 2011
Por fin llegó nuestra primera escala, y todos estábamos deseando bajarnos del barco para empezar a explorar las diferentes islas. Asun y yo ya habíamos estado allí 4 años atrás, pero una mala experiencia con la compañía que nos organizó la excursión hizo que no disfrutásemos mucho del sitio. De todas formas, cruzamos los dedos para que esa vez fuera diferente. La poca profundidad de la zona no permitía que el barco llegase hasta el puerto, por lo que tendríamos que llegar en pequeños botes hasta allí.
Esa mañana desayunamos temprano y a las 10 en punto estábamos en la discoteca del barco para recoger unos tickets para desembarcar. Para intentar hacerlo más fluido, nos dieron un número, y debíamos esperar hasta que nos llamasen por megafonía. Los botes partían hacia dos lugares distintos: Cayo Levantado y Samaná, y cada uno tenía asignado un color de los tickets. Como no podía ser menos, fuimos de los últimos en desembarcar. Fue una especie de caos. El personal del barco, llevaba a bordo el mismo tiempo que nosotros y no conocía muy bien donde estaba cada cosa. Hubo una que nos dijo que la salida estaba en la cubierta 7, cuando en realidad estaba en la 4ª (a lo mejor quería que nos tirásemos de cabeza).
No fue hasta la una de la tarde, después de más de 3 horas esperando, cuando conseguimos entrar en uno de los botes. El trayecto hasta tierra fue de unos 20 minutos y dentro de aquel barquito hacía un calor infernal. Nos había tocado uno de los que eran cubiertos y eso, unido a la gran cantidad de pasajeros, hizo que llegásemos sudando la gota gorda. Decidimos que la vuelta la haríamos en uno descubierto, aunque eso supusiese esperar un poco más.


Nos recibieron con un zumito fresco y algo de música, y a partir de ahí comenzó la aventura de ir espantando a taxistas ofreciendo excursiones y a niños vendiendo caracolas. Así llegamos a un pequeño mercadillo y desde allí cruzamos la carretera para ir a una pequeña tienda de comida a comprar unos refrescos. En el crucero teníamos incluidas todas las comidas, pero sólo el agua y té para beber (a excepción de los desayunos que había café, zumos y leche), y como no había problema en subir a bordo ninguna bebida (siempre que no fuese alcohólica), pensamos que así nos ahorraríamos algo.


La tienda elegida era más bien una especie de gallinero, y el olor no era muy agradable. Cuando entramos allí, ni siquiera tenían encendidas las luces, pero aún así compramos unas cocacolas y unas patatas fritas y cacahuetes para cada pareja.
Queríamos ver una playa, y al final acabamos contratando un motoconcho por 5$ por persona para que nos llevase y nos recogiese unas horas más tarde. El camino fue un poco de cabras, pero la playa a la que nos llevó mereció la pena. Descansamos un buen rato, nos tomamos nuestras primeras piñas coladas y cocos locos, y antes de regresar al barco le pedimos a Vic (nuestro conductor) que nos llevase a algún sitio a mirar ropa.

El primer lugar fueron las tiendas de turistas, pero pronto nos dimos cuenta que allí no encontraríamos nada, así que Vic se ofreció a llevarnos adonde él compraba su ropa. Dudamos un instante, pero sin maletas y casi sin ropa, no había mucha opción. Si la tienda de los refrescos era un gallinero, aquella donde nos llevaron a por ropa era aún peor. Nos recordaba a una tienda de chinos, pero con mal olor, ropa por todos lados completamente revuelta y muy dejada. Asun tuvo que dejar un par de prendas porque tenían plumas (sí, sí, como suena). De todas formas, como yo soy un valiente, me acabé comprando una camiseta (que lavamos varias veces en el barco antes de usar), y de allí volvimos al barco.
Después de la experiencia de la ida, esperamos a uno de los botes descubiertos y nos subimos pensando que por lo menos iríamos fresquitos, pero quizás la palabra que mejor lo define fue chorreando. Asun y yo tuvimos el “acierto” de colocarnos en uno de los laterales, y durante todo el viaje nos fue salpicando agua de manera torrencial. De todos modos, lo peor no era eso, si no que sabíamos que el aire acondicionado del barco estaba siempre a tope y corríamos el serio riesgo de resfriarnos ya el primer día.
Nada más llegar, fuimos disparados al camarote a darnos una ducha de agua calentita, y posteriormente Asun se fue con la otra pareja a la piscina mientras que yo me quedé en la habitación pasando las fotos y echando una siesta que mi cuerpo necesitaba.
A las 19:30 fuimos a ver el show, que esa noche era de magia, y estuvo bastante bien. Quizás no fue tan espectacular como el malabarista del día anterior, pero de todas formas el nivel fue alto.
Salimos directos a cenar en el Venetian, uno de los restaurantes más formales del barco y de allí pasamos a la discoteca para pasar el último rato antes de acostarnos.