He dormido de fábula y me levanto con la energía de un titán.
Bajamos a desayunar con nuestros enseres. Ayer compré unos mini-bracitos de gitano que tienen una pinta estupenda.
A nuestro lado baja un chico un poco entrado en peso, con su i-pad bajo el brazo. Viene sudando la gota gorda y nos da los buenos días en ruso. Le contesto como puedo y le pido disculpas por no hablar ruso. Enseguida me dice de dónde es, pero como yo de geografía rusa estoy en mínimos, no soy capaz de transmitiros esa información. Hablamos muy poquito puesto que tiene un inglés muy básico, pero hacemos intercambio de dulces, porque aquí es algo muy habitual compartir lo que tienes y se maravilla ante el sabor del bracito de gitano que ha resultado estar relleno de crema de plátano.
Dejamos nuestras maletas en la habitación guarda equipajes, puesto que no pasamos más noches en el hostal. Bajamos hasta la calle Baumann, que es la calle peatonal y comercial de la ciudad. Allí visitamos la Iglesia de la Epifanía que tiene a su costado acompañándola la torre de la campana.
La calle está repleta de gente yendo y viniendo. Las grandes marcas comerciales de ropa y complementos ganan la partida a las pequeñas boutiques.
La avenida muere en el kremlin y allí hemos vuelto a dirigirnos porque queremos visitar el Ermitage de Kazán, una de las filiales del magnifico museo que ya visitamos en San Petersburgo. La exposición que tienen actualmente en la ciudad comprende objetos de las antiguas olimpiadas: vemos monedas, trofeos para los atletas ganadores, medallas, esculturas y algunos elementos arquitectónicos de la ciudad de Olimpia. Sólo comprende 5 salas, pero la casi soledad en la visita y unos objetos a corta distancia hacen que le hayamos dedicado más de una hora completa a visitarla.
A la salida, en los butacones del hall de edificio, tomamos un café que nos sienta a gloria y nos da nuevamente energía para desandar nuestros pasos hacía la calle Baumann donde comeremos.
Descansamos un rato al sol en el jardín de Tokay. Hace sol, aunque no hemos podido olvidarnos de la chaqueta, ya que cada vez que nos quedamos en manga corta, viene un aire helador que hace cubrirnos de inmediato.
En el hostal, recargamos fuerzas… y móviles. Pedimos un taxi para ir a la estación. Es hora punta en una ciudad que está llena de obras por todas partes y dónde parecen no existir las reglas de circulación vial.
El taxista nos deja, por comodidad, en la otra parte de la calle. La estación de tren está también totalmente en obras y todos los pasajeros hacemos lo que podemos para cruzar la caótica calle arrastrando nuestros equipaje.
La zona de la estación en la que estamos es absolutamente nueva. Por fin letreros bilingües en ruso y inglés. A M le da igual eso, pero una que cómo mínimo entiende uno de los dos idiomas lo agradece enormemente. Allí te llaman la atención por todo, a mi me toca por apoyar la mochila en el alfeizar de la ventana y por intentar sacar una foto dentro de la estación.
Ya en el tren, coincidimos en el mismo vagón con dos ingleses que estaban alojados en nuestro mismo hostal. Los cuatro bajaremos en Ekaterimburgo, parada obligatoria para volver a enlazar la ruta del Transiberiano.
Somos las primeras en llegar a nuestro compartimento. Esta vez vamos en clase Kupé o segunda clase. El compartimento es de 4 personas y tenemos una litera arriba y otra abajo. Al poco de estar nosotras instaladas, llega una señora mayor a la que acompañan claramente su hijo (él pronuncia varias veces una palabra cercana a “mamá”) y la novia del mismo.
El chico coloca las bolsas bajo el asiento de su madre y le insta a que guarde el pasaporte que ella ha dejado en la mesa del compartimento. Cuando la han acomodado se van los dos jóvenes y nos quedamos con la señora mayor.
Una vez las tres a solas empezamos a hablar por gestos y sonrisas. Ella necesita buscar algo en su maleta y yo le ayudo con el peso de la tapa. Hace enseguida su cama y sale del compartimento para dejarnos espacio en cuanto ve que nosotras iniciamos los mismos trámites que ella acaba de realizar.
Mientras la señora está de cara a la ventana, yo veo con estupor como de debajo de su cama un gato se hace paso entre una de las bolsas y busca su camino hacia el pasillo. A duras penas mi cerebro consigue procesar lo que estoy viendo, pero acabo agarrando al gato contra el suelo para que no se escape con una mano mientras con la otra le alcanzo a estirar el vestido con la finalidad de llamar su atención. M acaba dándole un toque en la espalda.
En cuanto se vuelve y ve la estampa del gato fuera de su bolsa y apunto de escaparse corre a meterse en el compartimento. Cerramos la puerta para que no se escape y finalmente entre ella y yo conseguimos a meter el rebelde gatito en su bolsa.
Pero parece que el minino quiere ver mundo y está alterado por ello, porque consigue escaparse nuevamente de su cárcel Nosotras le decimos que nos es igual, que puede calmar al gato primero. Así que la señora feliz saca al gato y lo acaricia, ahora ya, en su regazo.
Yo toqueteo al gato con un dedo para bromear con él. Es chiquitín y sus maullidos son casi sordos, así que resulta divertido molestarle un rato y juego con él.
Cuando todo se ha calmado, M y yo nos reímos por la situación que acabamos de vivir. La señora mayor nos ve y nos acompaña en las risas mientras escenifica todo el circo que hemos montado con el gato. Ahora ya sí ha llegado el momento de presentarse. Claudia, es de Kazhajistan y habla unas palabras en inglés. Dice que lo aprendió hace muchos años en la escuela y que recuerda muy poco. Se desplaza por trabajo más lejos de lo que hacemos nosotras, pero nuevamente no os lo puedo transmitir porque no tengo ni idea de qué ciudad me ha dicho.
Lejos queda ya de la tristeza que había yo advertido en su cara cuando subió. Está relajada y feliz con su gato en el regazo al que acaricia y mima como a un bebé. Está claro que sabe que no puede tenerlo ahí, porque jugamos entre todas al gato y al ratón con la provodnitsa cada vez que pasa a preguntar algo o a ofrecer algo qué beber.
Cada vez que entramos y salimos hemos de tener cuidado de que no se escape el gato, pero la verdad es que es un buen mínimo y su dueña lo pone tapadito en la ventana a que mire el paisaje. El gato se queda sentado observando pasar el paisaje y de no ser por mi dedo insistente que le da golpecitos desde el otro lado de la cortinilla, no se movería ni lo más mínimo.
Yo salgo fuera a ver ponerse el sol. Todas las puestas de sol cuando viajas parecen una maravilla. Me vienen a la cabeza algunos de los mejores momentos de mis últimos viajes. Aunque he de decir que las puestas en la Bahía de Labuón Bajo desde la terraza del Bar Paradise, “el Paraíso”, son las que me vienen en ese momento a la cabeza. Pienso en la cantidad de puestas de sol que he vivido en mi vida y en que casualmente sólo veo con conciencia plena cuando viajo. Supongo que en esos momentos son de los pocos en los que pongo todos mis esfuerzos en ver y sentir lo que pasa a mi alrededor. No tengo ningún recuerdo de puesta de sol memorable en Barcelona y la verdad es que seguramente he visto preciosas puestas aunque no las tenga retenido en la memoria.
La puesta de sol es lenta así que tengo tiempo para pensar. Me vienen a la cabeza algunas de las noticias que me han venido últimamente desde España. No puedo evitar el pensar que hay que mirar hacía delante y que sobretodo para mi empieza una nueva etapa en mi vida.
Cuando ya ha oscurecido vuelvo a entrar al compartimento. El gato está ya nuevamente en su maleta relajado y posiblemente dormido. Yo trepo a mi litera y aunque tengo muchas ganas de leer un rato , acabo rindiéndome irremediablemente en los brazos de Morfeo.
Dejaré aquí algunas fotos hechas en los trenes. Sin orden ni concierto, eso sí.