Ir de un punto a otro en la capital de China, a pesar de la conveniencia del metro, suele llevar una media de una hora. Eso es lo que tardamos en llegar a la estación del oeste, a solo 8 paradas de metro de distancia y con un sólo cambio de línea.
El tren que cogemos es un “G”, es decir, de los de alta velocidad. El trayecto son sólo 6 horas, la mitad de lo que lleva hacerlo en el tren nocturno por sólo unos 12 euros más. Tenemos asiento blando y aunque a muchos de vosotros os parezca que 6 horas es un tostón de trayecto, para nosotras, que somos ya veteranas en esto de los transportes terrestres, nos parece un suspiro.
El tren alcanza pronto velocidades de 300 Km/h, aunque ni nos enteramos. El paisaje que atravesamos es bonito, verde. Ese es el color que yo recuerdo de China, no el gris de Beijing.
A nuestro lado viaja una niña con su madre. El chico que se sienta a su lado, se pasa todo el trayecto ejerciendo de “hermano mayor”. La atiende cuando la madre duerme y acepta participar en todos sus juegos. Se ve a cierta legua que la niña es la reina de su casa. Es lo que pasa con los niños chinos. La política del hijo único hace que la mayoría crezca en un entorno de adultos que les hace ser el centro de atención de padres y abuelos.
Yo no paro de dormitar. Tengo mucho sueño.
La señora que se sienta a mi lado no para de comer en todo el viaje. Es alucinante como saca una tras otra bolsitas de comida, de su diminuto bolso. Además continuamente se levanta a prepararse té, algo que deja de suceder cuando se acaba el agua del depósito de nuestro vagón.
En la tv del tren ha proyectado una película y luego pasan anuncios de viejos estrenos. Uno de los pocos anuncios que reconozco es el de la película japonesa “El viaje de Kikujiro”, una película algo extraña pero que confieso que me gustó bastante. De hecho, la música de la banda sonora fue durante más de 5 años la sintonía de mi móvil. Así que aunque no tenga conectado el sonido de la pantalla, canturreo la canción de la película durante todos los minutos que dura el tráiler.
Llegamos a la estación del Norte de Xi’an. No es la misma a la que llegué la otra vez. Tampoco recuerdo que hace tres años esta ciudad tuviera metro. ¡En China todo cambia tan rápido! . En las taquillas hay mucha cola y hay que indicar al taquillero dónde vas, para que te pueda dar el billete cargado con la cantidad correcta. Me cuesta hacerme entender, así que al final le planto el folletito del hostal y le señalo la zona del interior de la vieja muralla.
El Hostal es el mismo en el que me alojé hace tres años. Tengo un buen recuerdo de él. Viajé allí con mi amiga Rod, de Tailandia y coincidimos con Adriano y Norihiro. Recuerdo que Adriano venía de pasar 3 meses viajando porque regresaba de Australia, dónde había estad trabajando. Con Norihiro aún intercambiamos algún correo de tanto en tanto. Era japonés y contable. Su cuñado era argentino y por eso sabía algunas palabras de español que me recitaba como para comprobar que realmente las tenía aprendidas.
El hostal ha cambiado un poco desde mi última visita o quizás es mi recuerdo. Aún así, no ha perdido su esencia y las mejoras son todas para bien. En un rincón del patio tienen un conejo que se pone en alerta cada vez que alguien se acerca. Supongo que cree que, entre los barrotes de su jaula, le pasaré un poco de alimento. Por el patio y por cada rincón se pasea un gatito de apenas unas semanas. Cosa que me hace recordar que la otra vez que estuve también había gatitos recién nacidos en el hostal, así que no todo lo veo cambiado.
El bar y restaurante de allí invitan a quedarse relajadamente, pero nos vamos mañana por la noche hacía Chengdu y quiero que M visité la ciudad de noche, cuando las calles del barrio musulmán se llenan de bullicio y algarabío. Aún con todo, me convence para que primero cenemos algo en el hostal con tranquilidad. Así que por primera vez desde que salimos, sucumbimos a una maravillosa pizza que no conseguimos acabar. Guardamos un par de trozos para desayunar, porque la pizza un día después tiene un encanto especial y sobre todo si tienes hambre.
De camino a visitar la torre de la campana y del tambor vemos una bicicleta con un telescopio gigante detrás. La verdad es que por las calles de china puedes ver cualquier cosa circulando por sus calles sobre una bici o moto. Objetos que sería impensable ni llevarlos sobre 4 ruedas en nuestro país de origen.
Nos adentramos en el zoco del barrio musulmán. Allí quedan ahora pocos turistas comprando. El agobio es mucho mejor que en los mercados de Beijing, sin embargo veo que lo que puedes comprar es exactamente los mismo que hace 3 años. Caminamos a través de todo el mercado y muestro a M la entrada de la Gran mezquita de Xi’an. Ahora, por horario, está cerrada, pero tengo un buen recuerdo de su visita.
Acabada la zona comercial, regresamos por la calle contigua. Por la noche, se llena de tenderetes de comida y suvenires. El calor que hace es impresionante y veo sudar la gota gorda a la mayoría de los cocineros que gritan para que los clientes se les acerquen y degusten sus platos. Se mezclan infinidad de olores y colores. Merece la pena pasearse por allí. Nosotras como ya hemos cenado, nos hacemos con un par de helados que gracia al calor y para su desgracia, nos acompañan sólo medio trayecto.
A nuestro camino de regreso nos encontramos con algo conocido: el telescopio gigante está instalado en una esquina de una calle. La verdad es que es inmenso. Está enfocado a la luna y por las señales que hace su dueño sobre unas fotos que ha colgado, concretamente, parece que a través de su lente pueden verse unos cráteres de nuestro satélite.
En el hostal constatamos algo que nos había parecido: cada vez que tiras de la cadena en el baño se oye un gritito. Jajaja, no sabemos si es el aire en las cañerías o una de estas chinadas que hacen, porque yo aún recuerdo que nuestra lavadora en el piso de Beijing nos tocaba un villancico cada vez que acababa un lavado.
Yo me duermo como un oso al que le toca invernar. China me ha vuelto a dejar sin energía y esta vez me queda poca. La edad no perdona y los días de jornada a la espalda tampoco.
[align=justify] El tren que cogemos es un “G”, es decir, de los de alta velocidad. El trayecto son sólo 6 horas, la mitad de lo que lleva hacerlo en el tren nocturno por sólo unos 12 euros más. Tenemos asiento blando y aunque a muchos de vosotros os parezca que 6 horas es un tostón de trayecto, para nosotras, que somos ya veteranas en esto de los transportes terrestres, nos parece un suspiro.
El tren alcanza pronto velocidades de 300 Km/h, aunque ni nos enteramos. El paisaje que atravesamos es bonito, verde. Ese es el color que yo recuerdo de China, no el gris de Beijing.
A nuestro lado viaja una niña con su madre. El chico que se sienta a su lado, se pasa todo el trayecto ejerciendo de “hermano mayor”. La atiende cuando la madre duerme y acepta participar en todos sus juegos. Se ve a cierta legua que la niña es la reina de su casa. Es lo que pasa con los niños chinos. La política del hijo único hace que la mayoría crezca en un entorno de adultos que les hace ser el centro de atención de padres y abuelos.
Yo no paro de dormitar. Tengo mucho sueño.
La señora que se sienta a mi lado no para de comer en todo el viaje. Es alucinante como saca una tras otra bolsitas de comida, de su diminuto bolso. Además continuamente se levanta a prepararse té, algo que deja de suceder cuando se acaba el agua del depósito de nuestro vagón.
En la tv del tren ha proyectado una película y luego pasan anuncios de viejos estrenos. Uno de los pocos anuncios que reconozco es el de la película japonesa “El viaje de Kikujiro”, una película algo extraña pero que confieso que me gustó bastante. De hecho, la música de la banda sonora fue durante más de 5 años la sintonía de mi móvil. Así que aunque no tenga conectado el sonido de la pantalla, canturreo la canción de la película durante todos los minutos que dura el tráiler.
Llegamos a la estación del Norte de Xi’an. No es la misma a la que llegué la otra vez. Tampoco recuerdo que hace tres años esta ciudad tuviera metro. ¡En China todo cambia tan rápido! . En las taquillas hay mucha cola y hay que indicar al taquillero dónde vas, para que te pueda dar el billete cargado con la cantidad correcta. Me cuesta hacerme entender, así que al final le planto el folletito del hostal y le señalo la zona del interior de la vieja muralla.
El Hostal es el mismo en el que me alojé hace tres años. Tengo un buen recuerdo de él. Viajé allí con mi amiga Rod, de Tailandia y coincidimos con Adriano y Norihiro. Recuerdo que Adriano venía de pasar 3 meses viajando porque regresaba de Australia, dónde había estad trabajando. Con Norihiro aún intercambiamos algún correo de tanto en tanto. Era japonés y contable. Su cuñado era argentino y por eso sabía algunas palabras de español que me recitaba como para comprobar que realmente las tenía aprendidas.
El hostal ha cambiado un poco desde mi última visita o quizás es mi recuerdo. Aún así, no ha perdido su esencia y las mejoras son todas para bien. En un rincón del patio tienen un conejo que se pone en alerta cada vez que alguien se acerca. Supongo que cree que, entre los barrotes de su jaula, le pasaré un poco de alimento. Por el patio y por cada rincón se pasea un gatito de apenas unas semanas. Cosa que me hace recordar que la otra vez que estuve también había gatitos recién nacidos en el hostal, así que no todo lo veo cambiado.
El bar y restaurante de allí invitan a quedarse relajadamente, pero nos vamos mañana por la noche hacía Chengdu y quiero que M visité la ciudad de noche, cuando las calles del barrio musulmán se llenan de bullicio y algarabío. Aún con todo, me convence para que primero cenemos algo en el hostal con tranquilidad. Así que por primera vez desde que salimos, sucumbimos a una maravillosa pizza que no conseguimos acabar. Guardamos un par de trozos para desayunar, porque la pizza un día después tiene un encanto especial y sobre todo si tienes hambre.
De camino a visitar la torre de la campana y del tambor vemos una bicicleta con un telescopio gigante detrás. La verdad es que por las calles de china puedes ver cualquier cosa circulando por sus calles sobre una bici o moto. Objetos que sería impensable ni llevarlos sobre 4 ruedas en nuestro país de origen.
Nos adentramos en el zoco del barrio musulmán. Allí quedan ahora pocos turistas comprando. El agobio es mucho mejor que en los mercados de Beijing, sin embargo veo que lo que puedes comprar es exactamente los mismo que hace 3 años. Caminamos a través de todo el mercado y muestro a M la entrada de la Gran mezquita de Xi’an. Ahora, por horario, está cerrada, pero tengo un buen recuerdo de su visita.
Acabada la zona comercial, regresamos por la calle contigua. Por la noche, se llena de tenderetes de comida y suvenires. El calor que hace es impresionante y veo sudar la gota gorda a la mayoría de los cocineros que gritan para que los clientes se les acerquen y degusten sus platos. Se mezclan infinidad de olores y colores. Merece la pena pasearse por allí. Nosotras como ya hemos cenado, nos hacemos con un par de helados que gracia al calor y para su desgracia, nos acompañan sólo medio trayecto.
A nuestro camino de regreso nos encontramos con algo conocido: el telescopio gigante está instalado en una esquina de una calle. La verdad es que es inmenso. Está enfocado a la luna y por las señales que hace su dueño sobre unas fotos que ha colgado, concretamente, parece que a través de su lente pueden verse unos cráteres de nuestro satélite.
En el hostal constatamos algo que nos había parecido: cada vez que tiras de la cadena en el baño se oye un gritito. Jajaja, no sabemos si es el aire en las cañerías o una de estas chinadas que hacen, porque yo aún recuerdo que nuestra lavadora en el piso de Beijing nos tocaba un villancico cada vez que acababa un lavado.
Yo me duermo como un oso al que le toca invernar. China me ha vuelto a dejar sin energía y esta vez me queda poca. La edad no perdona y los días de jornada a la espalda tampoco.