Una vez visitadas las tres islas principales de Galápagos (Santa Cruz, Isabela y San Cristóbal) intentar acceder al resto de islas por tu cuenta es sencillamente imposible. La normativa del Parque Nacional Galápagos prohíbe el acceso por libre a las islas deshabitadas. Las únicas opciones disponibles son los tours diarios (visita guiada ida y vuelta el mismo día desde Santa Cruz) o los cruceros de varios días que van haciendo paradas en diferentes islas a lo largo del recorrido. La pernoctación en estas islas también está prohibida por lo que en el caso de los cruceros las islas se visitan durante el día y se duerme en el barco.
“Galapagos Tours”. Nos quedamos mirando el cartel y enseguida escuchamos “!Pasen, come in!”. Teniendo en cuenta que sólo quedaban cinco días de viaje y siguiendo el “que no falte de ná”, con Oriol habíamos decidido mirar algún crucero que pasara por las islas Española y Bartolomé. “1.000$, amigo. First Class. Muy buen precio”. Tito y Pablo nos miraban con sonrisa prefabricada esperando una respuesta. “Ni de coña, vamos”. Pasamos rápidamente a la opción de tour diario. Para los días que teníamos disponibles había tres opciones, isla Santa Fe, isla Bartolomé e isla Floreana. “Cogemos las tres si nos arregláis el precio”. A Oriol no le van las negociaciones y se mantenía en silencio. Teníamos precios de otras agencias y tras algunos tiras y aflojas cerramos el trato en 110$ a Santa Fe, 120$ a Bartolomé y 70$ a Floreana. En total 100$ por debajo de los precios iniciales. “Cliente duro. Eres buen negociante, amigo”. Tito y Pablo debían tener unos treinta y cinco y también las bolas peladas de negociar tours y cruceros con turistas. Ninguno de los tres podía imaginar en ese momento que nos volveríamos a cruzar más adelante.
La isla Santa Fe se encuentra a dos horas en lancha desde Santa Cruz en dirección sudeste. “Española I” era una lancha de mucho cuidado con capacidad para quince personas. Con Oriol decidimos subir a una plataforma de unos cinco metros de altura situada sobre la cabina desde donde las vistas del mar, la brisa acariciándote el careto y el suave balanceo te sumergían en un estado de embriaguez delicioso (del cual más tarde nos arrepentiríamos).
*** Imagen borrada de Tinypic ***
Santa Fe aparecía como un inmenso vergel de escalesia en medio del mar donde la especie animal más interesante es la iguana marina de Santa Fe, especie endémica de esta isla.
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Por lo demás la visita a Santa Fe hubiera sido un fiasco de no ser por una colonia de lobos marinos que retozaba en la playa de la bahía. A diferencia de las que habíamos visto hasta ahora esta colonia no mostraba el más mínimo signo de nerviosismo cuando te acercabas a ellos. Golpecitos de tanteo con el morro sintiendo los duros pelos de sus bigotes en la piel y grandes bostezos a escasos centímetros de la cara. Intensos sonidos guturales, afilados colmillos y fuerte aliento a pescado.
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Observando, oliendo, escuchando, piel con piel. Un baile para los sentidos. Sin muros, cristales ni pantallas de televisión que separen a unos de otros. Cara a cara en libertad. Una nueva sensación para meter en la mochila viajera. Gracias Santa Fe.
De vuelta en Santa Cruz algo no andaba bien. Ya en tierra todo se movía a mí alrededor y Oriol andaba igual. Las cuatro horas de balanceo del “Española I” empezaban a pasar factura y tantos días de sol también. Me bebí un litro de agua y todavía tenía sed, chungo. “!Hola!”. Irene apareció con su sonrisa de ratoncito habitual. Había vuelto de San Cristóbal para pasar un mes en Santa Cruz. “¿Te vienes a la playa?”. De camino a Playa Tortuga Irene me explicaba que quería sacarse el título de profesora de buceo antes de volver a Alemania. “Y tú, ¿Qué has hecho estos días?, ¿has sido bueno?”. Desde luego, algo no andaba nada bien. Empezaba a tiritar y estábamos a 35 grados. Combinación de mareo y de insolación, hecho mierda era poco. De vuelta al hotel otro litro de agua que tal como entró, salió. Ante tal panorama opté por calmarme, tomar una ducha fría, estirarme en la cama y dejar que el cuerpo hiciera el resto. Tras catorce horas de sueño, catorce visitas al wáter y todo el día siguiente haciendo nada más que beber agua y huir del sol, el cuerpo daba su visto bueno para continuar viaje con precauciones.
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Bartolomé es una isla minúscula situada a dos horas en lancha desde Santa Cruz en dirección norte. “!Collons!”, Oriol soltaba la que ya venía siendo expresión habitual en este viaje. El panorama era espectacular. Paredes de roca volcánica sin apenas rastro de vegetación que se sumergían en el mar.
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Un escenario lunar donde te sentías el último ser humano sobre la Tierra. Isla Bartolomé nos recibía con un sinfín de tonos ocres y turquesas acompañados por un silencio espectral. Un auténtico himno a la calma y al aquietamiento tan sólo interrumpido de vez en cuando por suaves contracciones intestinales y delicados cuescos traicioneros.
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Noche animada en Santa Cruz. Temperatura agradable y suave brisa. A cuatro cuadras del muelle hacia el norte hay una calle llena de “asadores” con un marcado carácter local. Los locales la llaman la "Calle de los kioskos" Compartíamos mesa con un animado grupo de argentinos que conocimos en Isabela. Oriol ya estaba en condiciones de atacar una nueva parrillada mientras yo seguía obedeciendo a mi cuerpo a regañadientes. Agua, arroz blanco y paciencia. Mañana era el último día en Galápagos antes de volver a Quito y el viaje merecía acabar sin sobresaltos diarreicos. “¿Van mañana para isla Floreana?”. Fabio preguntaba con una sonrisa. Los dos asentimos al mismo tiempo. “Les va a encantar. Esa isla tiene algo especial”.
“Galapagos Tours”. Nos quedamos mirando el cartel y enseguida escuchamos “!Pasen, come in!”. Teniendo en cuenta que sólo quedaban cinco días de viaje y siguiendo el “que no falte de ná”, con Oriol habíamos decidido mirar algún crucero que pasara por las islas Española y Bartolomé. “1.000$, amigo. First Class. Muy buen precio”. Tito y Pablo nos miraban con sonrisa prefabricada esperando una respuesta. “Ni de coña, vamos”. Pasamos rápidamente a la opción de tour diario. Para los días que teníamos disponibles había tres opciones, isla Santa Fe, isla Bartolomé e isla Floreana. “Cogemos las tres si nos arregláis el precio”. A Oriol no le van las negociaciones y se mantenía en silencio. Teníamos precios de otras agencias y tras algunos tiras y aflojas cerramos el trato en 110$ a Santa Fe, 120$ a Bartolomé y 70$ a Floreana. En total 100$ por debajo de los precios iniciales. “Cliente duro. Eres buen negociante, amigo”. Tito y Pablo debían tener unos treinta y cinco y también las bolas peladas de negociar tours y cruceros con turistas. Ninguno de los tres podía imaginar en ese momento que nos volveríamos a cruzar más adelante.
La isla Santa Fe se encuentra a dos horas en lancha desde Santa Cruz en dirección sudeste. “Española I” era una lancha de mucho cuidado con capacidad para quince personas. Con Oriol decidimos subir a una plataforma de unos cinco metros de altura situada sobre la cabina desde donde las vistas del mar, la brisa acariciándote el careto y el suave balanceo te sumergían en un estado de embriaguez delicioso (del cual más tarde nos arrepentiríamos).
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Santa Fe aparecía como un inmenso vergel de escalesia en medio del mar donde la especie animal más interesante es la iguana marina de Santa Fe, especie endémica de esta isla.
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Por lo demás la visita a Santa Fe hubiera sido un fiasco de no ser por una colonia de lobos marinos que retozaba en la playa de la bahía. A diferencia de las que habíamos visto hasta ahora esta colonia no mostraba el más mínimo signo de nerviosismo cuando te acercabas a ellos. Golpecitos de tanteo con el morro sintiendo los duros pelos de sus bigotes en la piel y grandes bostezos a escasos centímetros de la cara. Intensos sonidos guturales, afilados colmillos y fuerte aliento a pescado.
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Observando, oliendo, escuchando, piel con piel. Un baile para los sentidos. Sin muros, cristales ni pantallas de televisión que separen a unos de otros. Cara a cara en libertad. Una nueva sensación para meter en la mochila viajera. Gracias Santa Fe.
De vuelta en Santa Cruz algo no andaba bien. Ya en tierra todo se movía a mí alrededor y Oriol andaba igual. Las cuatro horas de balanceo del “Española I” empezaban a pasar factura y tantos días de sol también. Me bebí un litro de agua y todavía tenía sed, chungo. “!Hola!”. Irene apareció con su sonrisa de ratoncito habitual. Había vuelto de San Cristóbal para pasar un mes en Santa Cruz. “¿Te vienes a la playa?”. De camino a Playa Tortuga Irene me explicaba que quería sacarse el título de profesora de buceo antes de volver a Alemania. “Y tú, ¿Qué has hecho estos días?, ¿has sido bueno?”. Desde luego, algo no andaba nada bien. Empezaba a tiritar y estábamos a 35 grados. Combinación de mareo y de insolación, hecho mierda era poco. De vuelta al hotel otro litro de agua que tal como entró, salió. Ante tal panorama opté por calmarme, tomar una ducha fría, estirarme en la cama y dejar que el cuerpo hiciera el resto. Tras catorce horas de sueño, catorce visitas al wáter y todo el día siguiente haciendo nada más que beber agua y huir del sol, el cuerpo daba su visto bueno para continuar viaje con precauciones.
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Bartolomé es una isla minúscula situada a dos horas en lancha desde Santa Cruz en dirección norte. “!Collons!”, Oriol soltaba la que ya venía siendo expresión habitual en este viaje. El panorama era espectacular. Paredes de roca volcánica sin apenas rastro de vegetación que se sumergían en el mar.
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Un escenario lunar donde te sentías el último ser humano sobre la Tierra. Isla Bartolomé nos recibía con un sinfín de tonos ocres y turquesas acompañados por un silencio espectral. Un auténtico himno a la calma y al aquietamiento tan sólo interrumpido de vez en cuando por suaves contracciones intestinales y delicados cuescos traicioneros.
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Noche animada en Santa Cruz. Temperatura agradable y suave brisa. A cuatro cuadras del muelle hacia el norte hay una calle llena de “asadores” con un marcado carácter local. Los locales la llaman la "Calle de los kioskos" Compartíamos mesa con un animado grupo de argentinos que conocimos en Isabela. Oriol ya estaba en condiciones de atacar una nueva parrillada mientras yo seguía obedeciendo a mi cuerpo a regañadientes. Agua, arroz blanco y paciencia. Mañana era el último día en Galápagos antes de volver a Quito y el viaje merecía acabar sin sobresaltos diarreicos. “¿Van mañana para isla Floreana?”. Fabio preguntaba con una sonrisa. Los dos asentimos al mismo tiempo. “Les va a encantar. Esa isla tiene algo especial”.