En este punto, cuando ya lo he contado casi todo, para no repetirme, solo me queda decir que volví contenta y muy satisfecha con lo que había visto en Islandia. El itinerario no fue el que yo hubiese planificado, pero cumplió con dos de mis imprescindibles: dar la vuelta a la isla y caminar por Landmannaulaugar. Fueron pocos días y tremendamente intensos, más de dos mil kilómetros de carretera (aparte de los casi 500 de la excursión a las Tierras Altas), jornadas de doce horas descubriendo lugares sorprendentes y contemplando paisajes sensacionales, totalmente expuestos a las miradas más curiosas por la falta de arbolado. ¡Menudo trajín para los seniors…! Pero todos encantados y muy marchosos. Desde fuera, se tiene una idea diferente. Desde luego, ayudaron las veinte horas de luz de esta época del año y el buen tiempo que, en general, tuvimos. Temperaturas agradables, con sol y un par de días nublados, si bien el paraguas se quedó en la mochila. Ni una vez lo utilicé.
Un circuito así tiene sus contras, sale caro, aunque en el caso de Islandia no lo es tanto al tratarse de una sola persona, y el itinerario viene impuesto, con lo cual tuve que someterme a los tiempos establecidos y renunciar a lugares que me apetecían; pero también tuvo sus pros, ya que dormí en cómodos hoteles de tres estrellas, probé la gastronomía local en los restaurantes, ocupé yo sola dos cómodos asientos en el bus y compartí charlas y experiencias con los compañeros de viaje, que siempre se ofrecieron amablemente a hacerme fotos, dada mi nula destreza con los "selfies"
También quiero acordarme de Merche, nuestra guía, una de las mejores que he tenido nunca. Ha vivido en Islandia y Noruega, así que conoce muy bien el mundo nórdico y nos dio una información completísima, amenizándonos los largos trayectos con datos de actualidad, historia, leyendas, geografía, geología… Incluso ayudó a los que no sabían inglés a reservar excursiones por libre (no había opcionales) en Reikiavik. Y hasta me dio un poquito de tiempo extra en mis correrías por las cascadas. Un diez.
En cuanto a la época del año, a mitad de julio había mucha gente, pero sobre todo en el sur, en el Círculo Dorado, si bien tampoco era el agobio de otros sitios turísticos de Europa. En cuanto al itinerario, al final, me alegré de haberlo hecho en sentido contrario a las agujas del reloj, pues fuimos viendo sitios maravillosos desde el primer momento y, además, con el mejor tiempo. Pero esto va en gustos y también en suerte. ¡Ah! ¡Y las flores!
Sobre la ropa, lo mejor es llevar de todo y utilizarlo en capas; imprescindibles las prendas impermeables y, sobre todo, un buen calzado que no cale los pies. Yo llevé botas de montaña, zapatillas deportivas y unas botas de agua por si había barro, pero no me hicieron falta. También son muy útiles los bastones de senderismo, incluso para recorrer las cascadas. Los usé mucho. El mosquitero de cabeza apenas ocupa sitio y resulta útil para librarse de las pegajosas moscas. No vi mosquitos de los que pican, o por lo menos, no me picó ninguno, algo raro en mí.
Por lo que se refiere a la comida, a los islandeses les encantan las sopas y las hacen muy ricas, en especial la de verduras, la de tomate, la de cordero y la de langosta. Y, ¡ojo!, que les va el picante, aunque no muy exagerado. La carne estrella es el cordero (claro, con tantas ovejas…) Lo preparan de varias formas, aunque es más habitual al horno. Aunque no tan tierno como el nuestro, estaba rico y jugoso, pero se repitió tanto que acabé cansándome.
También tomamos ternera y pollo, pero menos veces, y un guiso de pescado llamado plokkfiskur, que me gustó. Entre los pescados, el salmón y el bacalao, preparados de formas diversas y acompañados de salsas variadas. La guarnición típica es el puré de patatas (kartöflustappa); también ponen patatas cocidas o asadas enteras, siempre con piel, y, a veces, arroz. Tienen un yogurt estupendo (skyr) y un buen pan de centeno tradicional. Los postres… Esa es otra canción. Les priva el chocolate hasta la exageración, de mil formas, acabé un poco harta y eso que me gusta. Recuerdo unos pastelitos de masa frita con chocolate caliente en el interior: menuda bomba para cenar. Igual que la tarta hjónabandssaela, hecha con mermelada, avena y azúcar moreno. Demasiado contundente. Me gustaron más una especie de panqueques finos rellenos de frambuesas y nata, que se llaman Pönnukökur. La ballena y el tiburón se ofrecen en los restaurantes a los turistas, pero los locales no suelen consumirlos. Ya los había probado en Noruega y no repetí. Y tampoco quise tomar el frailecillo o puffin, guisado o al horno. No tiene por qué ser diferente de nuestro entrañable pollo, pero recordando esa figurita encantadora, con su pico rojo… se me hubiera atragantado, la verdad.
De Islandia me ha gustado casi todo, excepto los precios, claro está. Si no fuese por eso, creo que volvería el año que viene para ver parte de lo que me ha quedado pendiente, ya que todo sería imposible. De todas formas, no lo descarto para un futuro próximo. Es un destino fantástico para los amantes de la naturaleza, aunque no tanto para quienes buscan encantadores pueblecitos medievales, bosques frondosos, catedrales góticas o museos de campanillas.