Madrugamos bastante, como de costumbre. La tormenta había pasado y lucía el sol. Antes de desayunar, salimos a dar un paseo por los jardines del hotel y contemplamos un bonito panorama. Aparte de la recargada decoración, el sitio estaba muy bien.

Por cierto que, en adelante, algo iba a cambiar en el viaje, ya que Admeh nos comentó que comenzaba el Ramadán. El recorrido de la jornada incluía visitar la ciudad de Nefta y sus manantiales subterráneos para después continuar hasta Tozeur, donde nos alojaríamos esa noche. Una jornada muy relajada con unos 139 kilómetros en total y el siguiente itinerario según Google Maps:

Poco a poco nos íbamos internando en el sur del país, donde los oasis desafían a las arenas del Sahara, el desierto más extenso del planeta, que comparten once países africanos y del que Túnez solo posee una mínima parte.

Nefta.
Nefta es la segunda ciudad sagrada de Túnez después de Kairouan. Está muy cerca de Tozeur, a orillas de Chott el Jerid. Estuvo ocupada por los romanos, y en siglo XVI se convirtió en un importante centro del sufismo, una rama del Islam, llegando a contar con cien mezquitas y docenas de madrazas. Su barrio más antiguo, Ouled ech cherif, es muy pintoresco y merece una paseo. Hice algunas fotos, pero no las encuentro. Sin embargo, sí conservo alguna de su famoso palmeral, alimentado por manantiales subterráneos, como el de la hondonada de la Corbeille, en cuyos alrededores se recogen gran cantidad de dátiles. Desde el mirador, se tenía una buena panorámica de los minaretes de las mezquitas de Nefta y de la propia ciudad antigua.


Tozeur.
Tozeur es la capital de la comarca del El Djerid y cuenta con el oasis más importante y bonito de esta zona del país, donde hay más de tres mil palmeras. En su palmeral, se cosechan la mayor cantidad de dátiles de Túnez y se exportan a todo el mundo por ser los más dulces y jugosos del país. No es que yo sea una amante de los dátiles, pero tengo que reconocer que estaban muy ricos; así que compré un paquete. Nada más entrar, la ciudad antigua recibe a los visitantes con un enorme jarrón de barro cocido, material con el que se hacían tradicionalmente las casas.


Tozeur se llamaba Thusurus en tiempos de los romanos, que habían instalado allí un puesto de avanzadilla para enlazar el interior con Gabes, en la costa. Ya en el siglo XIV, era un importante centro comercial donde se abastecían las caravanas que cruzaban el desierto desde el interior de África trasladando esclavos hacia los mercados del norte.

Como ya he escrito antes, había comenzado el Ramadán, mes de ayuno (desde el amanecer hasta el ocaso), oración, reflexión, abstinencia y comunidad para los musulmanes. Aunque su actividad cotidiana disminuye, la vida continúa para ellos y lo que más nos podía influir era en cuanto al almuerzo. Luego, no tuvimos problemas. No hay que olvidar que Túnez es un país que recibe muchos ingresos del turismo y en los sitios donde se mueven los extranjeros siempre hay establecimientos que ofrecen comida, si bien tuvimos que renunciar a los pequeños restaurantes locales a los que nos había llevado Ahmed los días anteriores.

Después de comer, hacía muchísimo calor. Así que, en vez de patear Tozeur, fuimos a refugiarnos en uno de sus museos de tradiciones locales, concretamente uno que se llama “Dar Cherait”. Se trata de una réplica de un palacio de los Bey, palabra de origen turco que define a los gobernantes y que era el título de los reyes en Túnez. En el interior, las salas muestran la vida tradicional, con maniquíes con trajes antiguos y decoraciones que presentan la vida cotidiana de antaño. También hay obras de arte de los siglos XVII al XX, enseres de vidrio, cerámica y cristal; vestidos y joyas, armas, instrumentos musicales, libros antiguos… En fin, un poco de todo.


Al salir, seguía haciendo tanto calor que decidimos ir al hotel, que se hallaba a las afueras de Tozeur para descansar un poco y darnos un chapuzón en la piscina. Confieso que no me acuerdo de qué hotel era. Lo he mirado y remirado, intentando hacer memoria y localizarlo, pero no he sido capaz. Pero sí debía estar un poco alejado de la medina, pues cuando bajó un poco la intensidad del sol, dejamos a Ahmed haciendo unas gestiones y pedimos un par de taxis para que nos acercaran al barrio antiguo, llamado Ouled el Hadef.


A esas horas, estaba ya prácticamente vacío de visitantes y pudimos recorrerlo tranquilamente, sin que nadie nos molestara. Su origen se remonta al siglo XIV y está protegida por una muralla de ladrillo. Las casas tradicionales están edificadas también con unos ladrillos cocidos cuyo tono amarillento se aprecia mejor en vivo que en fotos. Se colocan en las fachadas formando dibujos geométricos que resultan muy pintorescos para los extranjeros. Me parecieron similares a las de Nefta. Me acordé, entonces, de la película “El Paciente Inglés”, algunas de cuyas escenas se rodaron por esta zona.

Como de costumbre, una cosa fue entrar y moverse por las abigarradas callejuelas y otra volver atrás y encontrar la salida del laberinto, pues siempre terminábamos en el mismo sitio. Pero, al contrario que la tarde de la tienda de las alfombras en la capital, fue una tarea agradable y entretenida; y lo pasamos muy bien con nuestros compañeros de viaje.

Cena y bailes típicos.
No tenemos costumbre de asistir a este tipo de cenas, pues normalmente son caras y apuntan a turistadas. Pero Ahmed (por cierto que cumplía el ayuno escrupulosamente) nos aseguró que nos iba a gustar tanto la comida como los bailes, que no era caro (cierto), y que, luego, podíamos acercarnos a vivir el peculiar ambiente de una ciudad musulmana en Ramadán, cuando se pone el sol. Y el espectáculo estuvo entretenido. Aparte del apuro de que me sacaran a la pista a mover un poco el esqueleto (porque a ponerme una jarra en la cabeza me negué rotundamente
), nos lo pasamos muy bien: tomamos platos típicos y asistimos a una serie de bailes tradicionales, algunos muy conocidos (la danza del vientre o el baile de la cobra hipnotizada) y otros no tanto, que fueron los que más nos llamaron la atención, como la danza de las jarras, un baile de destreza y equilibrio, realizado por hombres que se balancean con torres cada vez más altas de jarrones encima de su cabeza.



Al salir, fuimos con Ahmed a dar una vuelta por la medina y nos quedamos asombrados: lo que por la tarde estaba tranquilo y vacío, se había transformado en una marea de gente que iba y venía, comprando en las tiendas ahora abiertas, y, sobre todo, que comía y bebía: familias enteras, reunidos como en una fiesta. Entonces, nos explicaron que la cena en Ramadán se llama “iftar” y supone una gran celebración en comunidad, mediante la cual se rompe el ayuno diario. Generalmente, empieza con dátiles y sigue con sopas, arroz, quesos, guisos de verduras, hojaldres, frutas, café, té… Nos pareció curioso ver tantas mesas en plena calle, repletas de comida para compartir entre familias, amigos y vecinos. Aunque no conservo fotos, porque ni me pareció oportuno tomarlas, ni mi cámara funcionaba de noche decentemente, esa algarabía fue uno de los mejores recuerdos que me traje de Túnez.