La jornada de hoy era de esas que se conocen pomposamente como “el gran sur”, típica y tópicamente turística aunque también imprescindible en Túnez; otra cosa es cómo la realices. Ahora, supongo que habrá varias formas de conocer las estribaciones del desierto; nosotros, entonces, dependíamos de las excursiones en 4X4 que se contrataban in situ o a través de agencias. En nuestro caso, estaba incluida en el precio del tour. Saliendo de Tozeur, nos ocupó toda la mañana completa, recorriendo las dunas de Oung Djmel y los oasis de montaña de Tamerza y Chebika.
Si se ponen los destinos en Google Maps, lo que sale es algo parecido a esto.


Dunas de Oung Djmel.
Nos repartimos en dos vehículos todo terreno, nos llevaron primero a las Dunas de Oung Djmel, conocidas por haber sido escenario de varias películas famosas. Desde el principio, el recorrido se planteó para el entretenimiento del visitante, y se hacían constantes carreras entre los coches, adelantándose entre sí casi puestos a “dos ruedas”, desafiando las leyes de la gravedad. Supongo que todo estaba calculado a pesar de las aparentes imprudencias. Espero que tales “peripecias” no dañen las dunas, ya que doy por hecho que estas excursiones se siguen llevando a cabo todavía. Aparte de la adrenalina, confieso que nos divertimos un montón.



Paramos varias veces, nos deleitamos con el paisaje desértico y caminamos por la arena, la primera vez fue en un lugar conocido como Ong Jaml -la colina del camello-, debido a la semejanza con ese animal de una imponente formación rocosa que, por cierto, también aparece en la película “El Paciente Inglés”.


Íbamos de cine, así que también nos dirigimos a algunos de los escenarios de “Star Wars”. Los decorados, que atraen a muchos turistas, se han reconstruido bastantes veces, pero como amantes de la saga, nos gustó verlos. Así estaban cuando nos movimos por la Tatooine de Skywalker.



Oasis de Tamerza y Chebika.
Continuamos después hacia los oasis. Los más importantes de Túnez son los de Mides, Tamerza y Chebika, tres pueblos que están relativamente cerca de Tozeur y de la frontera con Argelia. Los romanos llegaron a esta zona para instalar puestos militares con torres de vigilancia que se comunicaban mediante espejos. En el siglo XIX, constituían paradas importantes para las caravanas que unían las costas oriental y occidental del continente africano. La forma de vida de sus habitantes, fundamentalmente agrícola y de pura subsistencia, cambió con el descubrimiento de los fosfatos y, posteriormente, con la llegada del turismo.



A 60 kilómetros de Tozeur, Chebika es un pueblo de piedra y adobe situado en la ladera de una montaña. A finales de los años sesenta del pasado siglo, el pueblo antiguo, de origen romano, quedó destruido por unas inundaciones y tuvo que cambiar su ubicación. De todas formas, su mayor interés reside en su oasis, un hermoso palmeral entre montañas con senderos, manantiales de un increíble color turquesa y una preciosa cascada. Estuvimos caminando por allí un buen rato. Un sitio muy bonito, aunque bastante turístico.



A pocos kilómetros, se encuentra Tamerza, que alberga el oasis más grande del país y el único que está comunicado con el mundo exterior por transporte público. Ofrece unas vistas muy hermosas y también cuenta con manantiales y cascadas. Tengo las fotos mezcladas y no sé cuál es corresponde a uno y cuál a otro, así que no están en orden.


Lo mismo que Chebika, el pueblo antiguo se abandonó tras las inundaciones de 1969. Está en ruinas, pero conserva su primitiva disposición, con estrechos callejones y varios mausoleos islámicos.


Ya de regreso en los 4X4, nos cruzamos con varios grupos de dromedarios que transitaban a su aire por las dunas. Aun así, nos explicaron que no son salvajes y tienen dueño.

Chott El Djerid.
Ya con Ahmed, en nuestra van, continuamos hacia este lago salado que surgió hace millón y medio de años como consecuencia de varios movimientos tectónicos en la corteza terrestre. Pese a que los largos periodos de sequía y la continua evaporación lo han reducido a una ligera capa de agua en el periodo de lluvias, sigue siendo el más grande del Norte de África, con una superficie de más de 50.000 km2 entre el Golfo de Gabes y la frontera con Argelia.


Lo cruzamos a través de una carretera elevada de 64 kilómetros de longitud y en el trayecto hicimos varias paradas. Nos llamó mucho la atención. Con apenas algunos charcos de agua, parecía un inmenso tapiz, al que los cristales de sal le proporcionaban un dibujo de colores rosas, azules, blancos y verdes.



Nos descuadró ver algunos veleros. Creíamos que era para hacerse la típica foto, pero nos explicaron que se hacían regatas sobre la arena y que los barcos superaban los 50 kilómetros por hora. ¡Qué cosas!

Además, Ahmed nos dijo que hay espejismos. Cuando sonreímos, nos aseguró que mirásemos bien, pues todo el mundo los ve. Y, sí, era cierto: nosotros, también. ¿Qué es aquello al fondo? ¿Un carguero? ¿Un camión?

En algunos puntos, a lo largo de la carretera, vimos numerosos vendedores que ofrecían de todo a los turistas, como amatistas y rosas del desierto. No sé si ahora estará permitida su venta, pero en aquella época era uno de los recuerdos más típicos del sur de Túnez. Y nada caro. La rosa del desierto es una roca compuesta de yeso que cristaliza con el agua subterránea en forma de rosa abierta, por lo cual suele encontrarse enterrada en el arena. Su color natural está entre el gris y el ocre, aunque para hacerlas más bonitas, los vendedores las coloreaban artificialmente. Después de regatear un buen rato, conseguí un juego de varias piezas por lo que me pareció un buen precio. Eran bonitas (sobre todo la natural) y todavía las tengo de adorno en casa.
Dauz. Paseo en dromedario.
Esa noche, nos alojamos en Dauz, por entonces una pequeña población considerada la “Puerta del Desierto”, rodeada de dunas y que nació al asentarse algunos nómadas. Por unos apuntes que conservo, sé que nos alojamos en el Hotel Sun Palm, que todavía existe. No recuerdo si nos bañamos en la piscina o si fuimos directamente a cumplir con el protocolo que nos faltaba en el sur de Túnez: un paseo en dromedario. Bueno, ya puestos… ¿por qué no? Además, a última hora de la tarde no hacía tanto calor y la mayor parte de los turistas se habían marchado.


Pero los prolegómenos fueron más complicados de lo que habíamos previsto. Y es que tuvimos que vestirnos con trajes de beduinos. Al principio éramos un poco reticentes, luego dijimos… ¿y qué más da? Una buena ducha lo cura todo. Nos entregaron una especie de chilaba y el inevitable turbante. Los miré casi con lupa. Parecían limpios. Por cierto, ¡qué lioso es colocarse bien el turbante! Menos mal que nos ayudaron.


Con el disfraz puesto, lo siguiente era encaramarse al bicho. Hasta entonces, solo habíamos montado en camello en Lanzarote, muchísimos años atrás. Allí, los animales llevaban unas cestas laterales, en las que los visitantes iban cómodamente instalados. Aquí, no. Mi marido subió sin problemas y salió enseguida, delante de mí, pero mi dromedario tenía muy mal genio, se levantó antes de que yo pudiera ponerme encima y me tiró de bruces sobre la arena. No me hizo daño, pero me llevé un buen susto. Se lo llevaron rápidamente, con una buena regañina. Quizás le castigaron. Pobrecillo, espero que no. Me trajeron otro (u otra) más mansito que me trató muy bien.

Los dromedarios iban enlazados unos a otros con cuerdas, en hileras. El de detrás, se adelantaba y me lamía el tobillo. Me daba cierta cosa por si me mordía. Pero no. Al cabo de un rato, me atreví a soltarme e hice un par de fotos. Las dunas eran muy bonitas.
Coincidimos en que había sido una turistada total, pero lo pasamos bien y nos reímos un montón.
Coincidimos en que había sido una turistada total, pero lo pasamos bien y nos reímos un montón.

Fumando con marguile y contemplando las estrellas.
Como teníamos por costumbre, después de cenar los ocho del grupo estuvimos un rato con Ahmed en el jardín, tomando algo. Tras la puesta de sol, él ya podía beber. Era la última noche que estábamos todos juntos y charlamos durante muchos minutos. Luego, fuimos al “café moro” del hotel, que estaba muy ambientado y donde las señoras podíamos hacer cosas como fumar tabaco con el típico marguile, compartido entre todos, como es habitual. Yo no fumo, pero soy de la opinión de que por una vez ni iba a enfermar ni a volverme adicta. Al ritmo de la música local, pasamos otro buen rato.


Al final, fuimos paseando hasta el borde de las dunas y con linternas nos internamos algunas decenas de metros en ellas para contemplar un cielo increíble; y es que las estrellas en el desierto lucen con un fulgor inigualable.