Caminando por Bangkok.
Mi siguiente punto de referencia era la estación de skytrain de Saphan Taksin, desde donde salía un tour que mi amiga y yo habíamos reservado previamente por internet desde España con Civitatis, y que comenzaba a las cinco de la tarde. Consultando Google Maps, comprobé que desde el Monte Dorado tenía unos cuatro kilómetros hasta allí, una hora a pie, aproximadamente. Hacía buena temperatura y no estaba cansada, así que decidí ir caminando para, de paso, conocer un poquito del día a día de Bangkok de la forma que más me gusta.



Además del tremendo tráfico y la infinidad de motos por todas partes, con el ruido consiguiente, atrae la vista la actividad de la gente, que no para en Bangkok. En esta zona céntrica, no hay modernos rascacielos, sino casas de tres o cuatro plantas con muros desconchados y plagados de aparatos de aire acondicionado.



Sobre todo, me fijé en la multitud de tiendas en las calles: un comercio de barrio que hoy en día nos resulta casi ajeno: los locales parecían sacados de películas españolas de los años cuarenta: talleres a los que merecía la pena asomarse para retroceder en el tiempo, zapaterías con cientos de cajas de cartón apiladas en el suelo, barberos afeitando a sus clientes en plena calle, igual que los sastres, con sus máquinas de coser en las aceras. Y puestos de comida por todas partes, cada uno con su especialidad. En esta zona de Bangkok, las uniformadas franquicias europeas no existen. A este respecto, la guía local nos explicó el motivo de la enorme proliferación de puestos de comida callejeros y restaurantes caseros, algo que no se justificaría solo para atender a los turistas. Al parecer, son muchos los tailandeses que no preparan lo que comen, algunos ni siquiera disponen de cocina en sus casas. Además, a menudo les resulta más barato comer fuera que comprar la gran cantidad de ingredientes que requieren sus platos Por eso, prefieren almorzar con los vecinos, en la calle, convirtiendo también este momento en una forma de socializar.


Chinatown.
Llegué al Barrio Chino, uno de los más grandes, antiguos y genuinos del mundo, y pasé junto a varias de sus puertas. Muchos comerciantes chinos llegaron a finales del siglo XVIII, si bien su número se incrementó notablemente tras la construcción de Yaowarat Road, en tiempos de Rama III, conocida posteriormente como la carretera del oro. Todavía podemos descubrir impresionantes tiendas de oro y joyerías aquí.




Tranquilamente, fui recorriendo el Barrio Chino y me pareció que estaba dividido en varias zonas, pero no estoy segura. Hice algunas fotos, aunque no todas las que me hubiese gustado, pues me suele dar un poco de reparo captar a la gente mientras están trabajando.


Divisé Wat Traimit, que había visitado por la mañana, y, justo enfrente, me llamó la atención un templo rojo de estilo chino que resultó llamarse “San Chao Mae Guan Yin Mulanithi Thian Fah”, total nada. No pude evitar asomarme a cotillear. No se permitía hacer fotos en el interior, pero tras unos enormes velones para ofrendas se adivinaba una estatua de Buda. Según leí más tarde, el templo es de construcción reciente y está dedicado a la diosa Guan Yin, que representa la reencarnación femenina de Buda.


Poco a poco, salí del Barrio Chino y me adentré en una zona distinta, que parecía de influencia hindú, aunque un letrero en el suelo me indicó que estaba en Silom. Paulatinamente, empezaron a aparecer casas más modernas y también rascacielos y enormes centros comerciales de estilo occidental, aunque, al doblar cualquier esquina para enfilar una callejuela los puestos tradicionales insisten en reclamar su sitio y sobreviven… aún.




En un mapa turístico, me fijé que no estaba lejos de un templo del que me habían hablado muy bien para visitarlo, ya que su estilo hindú lo hacía un tanto diferente. Vi que me pillaba de paso hacia mi destino final y allá que fui, pasando por puentes sobre otros canales.

Wat Khaek Sri Maha Mariamma.
Después de tantos templos budistas, viene bien visitar uno diferente, algo que se aprecia ya desde el muro exterior, profusamente decorado con dibujos de flores y otras figuras de colores muy brillantes.





Construido como un modesto pabellón por emigrantes tamiles en torno a 1879, se dedicó a la diosa Uma, consorte de Shiva. Posteriormente, comerciantes hindúes contribuyeron a enriquecerlo, dotándolo de imágenes traídas de La India. Cuenta con una torre de seis metros de altura, rematada por una cúpula bañada en oro, además de otras más pequeñas. El acceso es gratuito, y, además de descalzarme, tuve que ponerme una mascarilla que me dieron a la entrada, lo mismo que el resto de visitantes.

Había bastantes fieles presentando sus ofrendas, entre las que me llamaron la atención unas estupendas bandejas de fruta. El templo hace esquina y la calle lateral está repleta de puestos y tenderetes donde se venden guirnaldas y otros objetos para las ofrendas. Dentro, solo se puede hacer fotos en una zona restringida. Si se está cerca, merece la pena echarle un vistazo. Y también pasearse un rato por las animadas calles aledañas.





Entre unas cosas y otras, se me había hecho tarde, aún no había comido y tenía que llegar al punto de partida del tour antes de las cinco. Con tantos puestos de comida, no es que me faltasen opciones, pero me llevaría tiempo escoger y no podía entretenerme. Así que entré en un 7/eleven para agenciarme alguna comida preparada y un refresco. Descartando los colores rojos y verdes, cogí lo que pensé que tendría menos picante, unos, en apariencia, inocentes tallarines con queso y salchichas. Me calentaron la bandeja y me facilitaron cubiertos de madera. Cuando intenté tomármelo, casi me muero. Estaba tan picante que tuve que tirarlo entero
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