El programa del último día del viaje a Bulgaria constaba de visita al Monasterio de Rila por la mañana y tarde libre en la capital. Personalmente, me apetecía hacer la ruta de senderismo de los 7 Lagos de Rila, así que nada más tener la confirmación del viaje me puse a investigar para, como he hecho otras veces, plantearme la jornada por mi cuenta, pero sin perderme la visita al Monasterio. Encontré una opción interesante a través de Civitatis, que ofrecía una excursión a ambos lugares en la misma jornada con guía en español. Sin embargo, mi gozo en un pozo, ya que el único día que yo podía era un sábado, justo cuando no había salidas. Traté de hallar otras opciones, incluso a través de agencias locales. En GetYourGuide, localicé una que me podía servir, e hice la reserva con cancelación gratuita. Incluía transporte con conductor en inglés, una hora de parada en el Monasterio de Rila y continuación hasta el teleférico que lleva hasta el lugar donde comienza la ruta senderista, que se hacía totalmente por libre. Cinco horas después, el conductor esperaba al grupo en el mismo punto para regresar a Sofía. Al ir sola, le di muchas vueltas a la cabeza. Me puedo defender en inglés, ese no era el problema, y el sendero en sí tampoco me pareció difícil, pero en un sábado de agosto estaba claro que la ruta estaría petada y me daba miedo retrasarme al coger el teleférico y que se me marchase el transporte (leí comentarios de gente que le había pasado). Entre eso y el tremendo calor, finalmente, decidí cancelar y cumplir el programa con el grupo. Lo sentí, si bien por las fotos y videos que vi tampoco me pareció un paisaje de esos excepcionales, cuya imagen me hubiese atrapado sin remedio (como el de Landmannalaugar, en Islandia, por ejemplo), pues he estado en lagos parecidos. Podría decir que otra vez será, pero hoy por hoy no lo creo, la verdad.
De camino hacia el Monasterio de Rila.
El Monasterio de Rila.
Sin duda es otra de las citas ineludibles en Bulgaria. Se encuentra a unos 117 kilómetros de la capital y está catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1983.
Se tarda casi dos horas en llegar, pues, aunque la mayor parte del recorrido se hace por autovía, los últimos treinta kilómetros transcurren por una virada carretera de montaña, en el profundo valle del río Rilski. El paisaje es realmente bonito, sobre todo en un día tan soleado como aquel.
Se trata del cenobio más importante y grande del país y también el más visitado tanto por turistas como por locales. Igual que en los demás monasterios, a su alrededor hay un montón de tenderetes ofreciendo de todo.
Fue fundado en el siglo X por Iván de Rila, quien se retiró a las montañas para vivir como un eremita en el hueco de un árbol con forma de féretro. Su fama de santo se extendió y pronto llegaron otros hombres que querían seguir su ejemplo y recibir su instrucción, para lo cual crearon el monasterio, aunque él nunca lo habitó, pues prefirió vivir modestamente en una cueva. Fue canonizado por la iglesia ortodoxa con el nombre de San Juan de Rila. Tras su muerte, su tumba se convirtió en lugar de peregrinación y la fama del monasterio fue creciendo, al igual que su tamaño.
Un señor feudal lo reconstruyó a principios del siglo XIV, fecha de la que solo se conservan la torre, una pequeña iglesia, el trono del obispo y las puertas con grabados. Tras la llegada de los turcos en el siglo XIV, el monasterio fue saqueado. En 1469, tras su reconstrucción, se trasladaron allí las reliquias de su fundador. En adelante, fue refugio de la lengua y la cultura búlgaras. Un incendio lo devastó en 1833, lo que obligó a su reedificación entre 1834 y 1862 mediante donaciones particulares y de la nobleza.
Se encuentra en un recinto fortificado de forma pentagonal, con acceso por cualquiera de sus dos puertas, aunque conviene hacerlo por la principal para deleitarse con la panorámica al completo en el primer vistazo. Pese a que había mucha gente, al cruzar la puerta de entrada, la estampa del claustro me dejó fascinada, tanto por los edificios y sus colores como por el paisaje montañoso que asoma al fondo iluminado por el sol. Me encantó.
Los alojamientos de los monjes se encuentran en dos edificios porticados con arcos blancos rematados con líneas rojas. En el centro de un patio empedrado, se alza la iglesia, rodeada por unas galerías laterales, de anchas rayas blancas y negras (¿o son azules?), cuyo propósito es proteger los frescos que cubren los muros y las cúpulas con frescos de santos, martirios, juicios finales, escenas bíblicas, castigos divinos, criaturas demoniacas con forma de esqueletos montando caballos famélicos; incluso un dragón rojo con siete cabezas escupiendo fuego de color blanco…
Era inútil que me quisieran explicar la historia de cada escena, ¿para qué? Lo que me apetecía era pasearme entre las pinturas, contemplándolas, interpretándolas a mi modo y tomando fotos por aquí y por allá.
La iglesia está construida con ladrillos, a rayas rojas, blancas y negras. En el interior, compuesto por una nave y dos capillas completamente pintadas, se me repitió de nuevo la sensación de oscuridad, de que casi había que desvelar a tientas el contenido de los murales, ennegrecidos por el paso del tiempo y el humo de las velas. Dentro no se permite hacer fotos, pero siempre puede caer alguna enfocando desde la puerta, como las que me cedió una amiga. En cualquier caso, me gustó más el brillante exterior que el interior.
La torre-campanario se alza a la izquierda de la iglesia y es uno de los elementos más antiguos del complejo, pues data de 1334. Su nombre, Hrelyova, se refiere al señor feudal que reconstruyó el monasterio en el siglo XIV. Mide 23 metros de altura y durante los meses de verano se puede subir a ella pagando una entrada. Naturalmente, dado mi gusto por alturas, allá que fui. En el interior, se ven algunos frescos bastante deteriorados y también una capilla en el quinto piso, tras unos cristales. Sin embargo, no se puede salir a la terraza, con lo cual las panorámicas desde las pequeñas ventanas de la última planta no fueron lo que me esperaba.
En el Monasterio, hay tres museos: el de historia, el de los iconos y el de las cocinas. En el primero, destaca la Cruz de Rafael, de 1803, con 36 escenas bíblicas y 600 figuras humanas diminutas. No se permiten las fotos. En los museos, se paga entrada aparte.
También crucé la puerta opuesta y, además de ver una bonita estampa del río, me topé con un enjambre de puestos y tenderetes en los que se vendían todo tipo de productos. Solo piqué para probar una especie de bollo caliente, que, según afirmaban los panaderos de allí, constituye el desayuno tradicional de los búlgaros. No me supo mal. Me recordó vagamente a la masa de los churros, aunque un poco más densa.
En cuanto a la indumentaria, no se permiten los pantalones cortos ni los hombros al aire, pero se puede ir con pantalones por la rodilla perfectamente. Sin embargo, son implacables en cuanto a fumar en el interior del recinto del Monasterio y no solo en los interiores sino también en los exteriores. A este respecto, presencié la bronca tremenda que recibió una señora por intentar cruzar la puerta exterior con un cigarro encendido. Le hicieron apagarlo, pues si no lo hacía, no entraba.
Cuando terminamos en el monasterio, fuimos a almorzar a un restaurante rural, situado a la orilla del río. Un sitio muy agradable, aunque fue donde más caras nos cobraron las cervezas (seis levas), sobre todo las pequeñas, un botellín tenía el mismo precio que un bote, algo que justificó el camarero con el sospechoso argumento de que el cristal es más caro. En fin, me dieron ganas de llevarme el casco… Tomamos lentejas y un guiso de ternera con verduras de la zona montañosa. No estaban mal, pero tanto un plato como otro, yo los preparo mejor . Después, regresamos a Sofía.