Son las 6 de la mañana, y después de la primera llamada a la oración del muecín, que me ha despertado a mí y a los gallos, estos se ponen a darme la brasa kikirikeando por si se me ocurre tratar de volver a coger el sueño. Como para el desayuno aún falta una hora, aprovecho para rondar un rato, y salgo del menzel para examinar la actividad temprana del pueblo.
En los callejones de paredes blancas y árboles en flor, se detecta luz y movimiento en los interiores de las casas, y de vez en cuando cruza algún yerbano motorizado, precedido por la pedorreta que emite la pequeña cilindrada de su motocicleta.
Al llegar a la rotonda del centro, en la carretera que atraviesa el pueblo, los comercios y cafeterías ya están abiertos, y hay personas apoyadas en cuclillas contra las fachadas, supongo que a la espera del transporte hacia sus labores diarias, mientras un repartidor aparca el vehículo para dejar provisiones en una tienda.
De regreso al hotel, me vuelvo a meter por los callejones retorcidos y estrechos, paladeando las paredes encaladas con pinturas, los rinconeros árboles floridos, y en especial, el universo de las puertas tunecinas que, además de contrastar cromáticamente con la blanca austeridad exterior de las casas, concebida para mantener secretismo sobre el interior, también contrastan con este mismo propósito de discreción, ya que tradicionalmente en Túnez, la decoración de las puertas reflejaba la fortuna, prestigio y felicidad de sus moradores.
Trabajadas puertas de metal con símbolos o dibujos calados, o puertas de madera de palmera reforzadas con planchas de metal, tachonadas o claveteadas con motivos de complejo diseño, muestran sobre fondo generalmente azul, aunque también mostaza, amarillo o verde, protectoras manos de fátima o jamsas, medias lunas, estrellas, plantas, flores, palmas, animales, figuras geométricas ...
Tras un desayuno, como era previsible carente de buen café, pero básicamente correcto: pastas, frutas, lácteos, algo de embutido, pan, mermeladas, huevo duro, .... nos acercamos a la cercana sinagoga de La Ghriba, a media hora a pie del hotel. En el camino, adolescentes del pueblo salen huyendo entre risas de mi cámara, nos cruzamos con grupos de estudiantes camino del instituto, comerciantes trajinan con sus mercancías, peluqueros castañetean sus tijeras, y unos pollos en sus jaulas esperan el patíbulo.
En La Ghriba, más allá de una garita con un arco detector y un puesto de control con bloques de hormigón, con un amable policía que nos da la bienvenida, -en el 2002 un atentado de Al Qaeda con un camión cargado de explosivos, mató a 15 alemanes, 5 tunecinos y 2 franceses-, dejamos atrás el arco de entrada al recinto blanquiazul, con una menorá pintada, el candelabro de 7 brazos, símbolo y objeto ritual judío desde la antiguedad, pero también emblema del Estado de Israel, y frente al edificio de las oficinas y las habitaciones para los peregrinos, entramos en un templo oscuro de heterogénea y recargada decoración, que nos recibe con una mística y rancia atmósfera, y un abrumador bombardeo estético de maderas, arcos, vidrieras, exvotos, lámparas, legajos, kipás, urnas, pañuelos, azulejos, candelabros, penumbras, velas, tallas, columnas, colores, plegarias, torás, ...
La sinagoga recibe en primavera, para la fiesta judía del Lag Baomer, a peregrinos de todo el mundo, pero especialmente a judíos tunecinos que residen en Francia e Israel, ya que la fiesta de La Ghriba es una celebración joven, pero sobre todo una excusa para que mitiguen la nostalgia aquellos que tuvieron que emigrar. La celebración que dura dos dias con sus respectivas madrugadas, es en realidad una fiesta en la que participa también todo el pueblo de Erriadh, la mayoría musulmanes, e incluye ofrendas y ruegos, bailes y cánticos, banquetes y procesiones, pero también reencuentros y negocios, y rituales como el de besar el Hejal, el mueble donde se guardan los rollos de la Torá, o tradiciones como la de escribir deseos o citas de la Torá en huevos que luego introducidos en un nicho de una pared, se cuecen al calor de las velas y lámparas de aceite. Luego al comerlos, se supone que el deseo se cumplirá al cabo de un año. Esta “tradición” es especialmente prescrita a las mujeres que desean conseguir un esposo o un hijo.
Aunque se especula con orígenes en los tiempos de Cristo, milenio arriba milenio abajo, el templo actual es de mediados del siglo XIX completado con reformas de las décadas siguientes. De aire mudéjar con blanquiazules locales, las dos salas están formadas por una sucesión de arcos de herradura sobre columnas lisas de color añil bajo un triforio, la parte superior de las columnas, con paneles de azulejos de distintos diseños, que enmarcan grandes vitrales, y techos de madera verde de los que cuelgan arañas de cristal, coronando toda la estancia.
Ocupando casi toda la parte central de la pared de la sala de oración, donde está el estrado de la “bimah”, el púlpito, se encuentra un gran gabinete con el arca que contiene los rollos de la torah, saturado de placas de plata con inscripciones, y fotografías de feligreses.
Al entrar en La Ghriba, que significa “la maravillosa”, se presenta un recepcionista que te informa de la obligación de descalzarse, y te señala una caja con pañuelos para cubrirse el pelo las mujeres, otra con “kipás”, la mini boina judía, para cubrirse la coronilla los hombres, y luego un revuelto de billetes y monedas amontonado sobre un banco, mientras un par de ancianos con los ojos cerrados, sentados en la gran sala principal, escuchan a otro que está sumido en una escalofriante y desgarradora lectura de los textos de la Torá, que pone los pelos de punta.
Tras la visita y las fotos, devolvemos los accesorios a sus cajas, y regresamos a nuestro espacio tiempo, dejando atrás los campos con olivos, palmeras y cabras que rodean la sinagoga, los bloques de hormigón, la garita de control y el puesto de la policía, y tomamos la calle de vuelta al pueblo.
De camino, un taxi (2º) vacío pasa en dirección contraria, y un gesto de la cabeza basta para que gire y de la vuelta. Nos montamos y tras conseguir entendernos con el hombre, recorremos los 8 kms de distancia que hay hasta el zoco de la capital, Houmt Souk, por 1’5 euros.
Houmt Souk, en árabe “el barrio del mercado”, capital de la isla con unos 45 mil habitantes en el núcleo urbano, no deja de ser un pueblo grande de casas encaladas de media altura, callejuelas, preciosas mezquitas yerbanas, y por supuesto mercados, el zoco con una parte al aire libre y otra cubierta, organizado como todos los souks árabes por sectores de gremios de artesanos, joyerías, cerámicas, especias, ropas, etcétera, y el mercado local mucho más popular de los lunes y los jueves, que se extiende desde el zoco hasta casi el fuerte español al lado del mar.
Houmt Souk es el único punto de la isla, junto a Midoun, donde poder encontrar un hipermercado tipo occidental, el Carrefour, para poder abastecerse de productos de infieles y sobre todo, de cerveza o alcohol, ya que no se vende en ningún bar, restaurante, tienda o pequeño super de la isla. Así mismo, en la capital es donde están radicadas la mayoría de agencias de viaje y tour operadores, donde poder contratar sin ningún problema, tours a partir de 2 dias o excursiones de 1 día al continente, sobre todo al sur de Túnez, saliendo de la isla por la calzada romana de El Kantara.
Nada más bajar del taxi, en la esquina de la calle donde están los primeros puestos callejeros de cestería y comercios del zoco, caemos en el error de aceptar la invitación de un garrulo bautizado como Abdul, de verborrea multilingüe, a entrar en la tienda llamada Fátima. A medida que van pasando los minutos, y viendo que no tenemos una cesta rebosante de chorradas, el individuo comienza a insistir con mira esto, mira lo otro, te traigo esto, te traigo lo otro, calidad, barato, ... al tiempo que trata de agigantarse subiendo el volumen de la voz, mientras se le agarrotan los músculos faciales, le aparecen rictus amenazantes en la jeta, y rayando en la agresividad, toca un brazo y obstaculiza la salida poniéndose delante. Tranquilidad, un par de bastas, tres gestos de stop, y poniéndole un espejo delante, la cosa no va más allá, y nos largamos del Shopping Center Fátima, dándole la espalda al excitado Abdul.
En el resto del zoco todo normal, con mayores o menores grados de pesadez, pero sin traspasar nunca límites desagradables. Recorremos un rato la lonja de pescado, los callejones, y nos sentamos a tomar café en la bonita y animada terraza de un bar local de una plaza, y pasado el mediodía, salimos de allí con unas babuchas de piel de 5 € y otras de 12 €, tras regatear un buen rato por los ridículos 45 € que pedía el tendero, amparándose en el exquisito trabajo artesano del calzado.
En Djerba, la hora de la comida es hasta las 2 y media, por lo que a la 1 y media del mediodía, echo un vistazo en el maps offline a restaurantes de la isla, y nos largamos, como no en taxi (3º), al restaurante Chez Chouchou en la “zona turística” de Midoun, a 17 kilómetros del zoco. Pagamos 3 euros por el taxi, que nos deja en la puerta, y nos sentamos a comer en las mesas del exterior. En el restaurante, bastante sencillo, hay mucha gente local y algún turista suelto comiendo espaguetis. Comemos bien, y una dorada con acompañamiento y un cuscus de cordero con agua y pan, nos cuesta la friolera de 10 €.
Veinte minutos a pie entre muros blancos de resorts y hoteles spas vacíos, nos cuesta vislumbrar las aguas del mediterráneo. A medida que nos vamos acercando a la orilla, un camello infantil va viniendo hacia nosotros, hasta que al llegar a la altura de unos hierbajos, gira y se pone a rumiar. Al alcanzar la orilla, se nos acerca caminando otro camello llamado Karim, agarrando a un caballo por las riendas, y sin saber como, mi compañera acaba cabalgando a la orilla del mar mientras el camello Karim, que no para de hablar en italiano, me indica como y en que puntos hacer fotos, y me ofrece montarme en otro caballo, o en otro camello, o en un burro, o en él, o a posar al lado del caballo, o a hacerle una foto a un camello haciendo el pino, o a que el caballo me haga una foto a la orilla del mar, o a hacernos un selfie todos juntos, caballos, camellos, nosotros y él.
Le digo que no doscientas veces al taladro, y al acabar el paseo y desmontar de su camello una pareja de franceses que iban unos metros delante nuestro, se pone sin disimulo delante mío para impedir que vea lo que la pareja le paga por el paseo al camellero. Le pregunto que cuanto le debemos, y ni corto ni perezoso suelta que 140 dinares, o sea 45 €. Sin mucho esfuerzo calculo que si cada media hora el fenómeno se llevase 45 €, ganaría por una jornada diaria de 8 horas, 720 €, o sea 21.600 € los meses de 30 dias, 22.320 los de 31, y 20.160 los febreros no bisiestos. Lo comparo con los 3 € que nos han costado los 17 kilómetros de taxi desde Houmt Souk, o los 10 de la comida para dos del restaurante, y muy a mi pesar, acaba recibiendo 14 € por la broma.
Nos relajamos un rato en la playa, donde no paran de pasar jinetes ofertando cabalgadas, y ya de regreso a la carretera para buscar otro taxi, caminando por las calles desiertas entre los hoteles vivos o muertos, un tipo se levanta cuando pasamos, y se nos acerca para informarnos que es de Marruecos, que tiene tabaco y hachís, y me ofrece una moneda de 2 € mientras me pregunta que cuantos dinares son. Rechazo el timo, la moneda y la conversación, y continuamos hacia la carretera.
En el salon de té de un complejo hotelero amarillo que pone Tapis Volants, en la rotonda de la carretera en dirección a la playa y la carretera a Midoun, tomamos un par de magníficos expresos de Lavazza, antes de coger otro taxi (4º) para acercarnos hasta el Carrefour Express, el pequeño de los dos Carrefour que hay en Midoun, situado en el centro. No hay cervezas, pero compro alguna cosa para solucionar cenas. En las escaleras de la salida, mientras embolsamos la compra, otro individuo se para a preguntarnos de donde somos, a escuchar que de Barcelona, a exclamar españoles!!! como si fuese catedrático de Geografía, a informarnos de su nacionalidad marroquí, y a ofrecernos, sin ningún tapujo entre la gente que pasa por la calle, marihuana de la buena.
Son las 5 y media de la tarde en Midoun, y el sol se pone en Túnez. Hay mucho movimiento de gente que acaba el día, y tráfico en las calles, y en una parada de taxis en un descampado al lado de la carretera, hablamos con uno de tantos y regresamos a nuestro Erriadh o Hara Sghira como más guste, el tranquilo y silencioso pueblo pintado. El taxi (5º), como los anteriores pero más veloz, nos deja honestamente en el bonito portalón antiguo de madera del Dar Dhiafa, por 2’5 €. El resto son un par de cervezas, algo de wifi en las acogedoras salas del vestíbulo, porque a las habitaciones no llega la cobertura, algunas llamadas telefónicas, y unas cuantas letras.

En los callejones de paredes blancas y árboles en flor, se detecta luz y movimiento en los interiores de las casas, y de vez en cuando cruza algún yerbano motorizado, precedido por la pedorreta que emite la pequeña cilindrada de su motocicleta.

Al llegar a la rotonda del centro, en la carretera que atraviesa el pueblo, los comercios y cafeterías ya están abiertos, y hay personas apoyadas en cuclillas contra las fachadas, supongo que a la espera del transporte hacia sus labores diarias, mientras un repartidor aparca el vehículo para dejar provisiones en una tienda.

De regreso al hotel, me vuelvo a meter por los callejones retorcidos y estrechos, paladeando las paredes encaladas con pinturas, los rinconeros árboles floridos, y en especial, el universo de las puertas tunecinas que, además de contrastar cromáticamente con la blanca austeridad exterior de las casas, concebida para mantener secretismo sobre el interior, también contrastan con este mismo propósito de discreción, ya que tradicionalmente en Túnez, la decoración de las puertas reflejaba la fortuna, prestigio y felicidad de sus moradores.

Trabajadas puertas de metal con símbolos o dibujos calados, o puertas de madera de palmera reforzadas con planchas de metal, tachonadas o claveteadas con motivos de complejo diseño, muestran sobre fondo generalmente azul, aunque también mostaza, amarillo o verde, protectoras manos de fátima o jamsas, medias lunas, estrellas, plantas, flores, palmas, animales, figuras geométricas ...

Tras un desayuno, como era previsible carente de buen café, pero básicamente correcto: pastas, frutas, lácteos, algo de embutido, pan, mermeladas, huevo duro, .... nos acercamos a la cercana sinagoga de La Ghriba, a media hora a pie del hotel. En el camino, adolescentes del pueblo salen huyendo entre risas de mi cámara, nos cruzamos con grupos de estudiantes camino del instituto, comerciantes trajinan con sus mercancías, peluqueros castañetean sus tijeras, y unos pollos en sus jaulas esperan el patíbulo.

En La Ghriba, más allá de una garita con un arco detector y un puesto de control con bloques de hormigón, con un amable policía que nos da la bienvenida, -en el 2002 un atentado de Al Qaeda con un camión cargado de explosivos, mató a 15 alemanes, 5 tunecinos y 2 franceses-, dejamos atrás el arco de entrada al recinto blanquiazul, con una menorá pintada, el candelabro de 7 brazos, símbolo y objeto ritual judío desde la antiguedad, pero también emblema del Estado de Israel, y frente al edificio de las oficinas y las habitaciones para los peregrinos, entramos en un templo oscuro de heterogénea y recargada decoración, que nos recibe con una mística y rancia atmósfera, y un abrumador bombardeo estético de maderas, arcos, vidrieras, exvotos, lámparas, legajos, kipás, urnas, pañuelos, azulejos, candelabros, penumbras, velas, tallas, columnas, colores, plegarias, torás, ...

La sinagoga recibe en primavera, para la fiesta judía del Lag Baomer, a peregrinos de todo el mundo, pero especialmente a judíos tunecinos que residen en Francia e Israel, ya que la fiesta de La Ghriba es una celebración joven, pero sobre todo una excusa para que mitiguen la nostalgia aquellos que tuvieron que emigrar. La celebración que dura dos dias con sus respectivas madrugadas, es en realidad una fiesta en la que participa también todo el pueblo de Erriadh, la mayoría musulmanes, e incluye ofrendas y ruegos, bailes y cánticos, banquetes y procesiones, pero también reencuentros y negocios, y rituales como el de besar el Hejal, el mueble donde se guardan los rollos de la Torá, o tradiciones como la de escribir deseos o citas de la Torá en huevos que luego introducidos en un nicho de una pared, se cuecen al calor de las velas y lámparas de aceite. Luego al comerlos, se supone que el deseo se cumplirá al cabo de un año. Esta “tradición” es especialmente prescrita a las mujeres que desean conseguir un esposo o un hijo.

Aunque se especula con orígenes en los tiempos de Cristo, milenio arriba milenio abajo, el templo actual es de mediados del siglo XIX completado con reformas de las décadas siguientes. De aire mudéjar con blanquiazules locales, las dos salas están formadas por una sucesión de arcos de herradura sobre columnas lisas de color añil bajo un triforio, la parte superior de las columnas, con paneles de azulejos de distintos diseños, que enmarcan grandes vitrales, y techos de madera verde de los que cuelgan arañas de cristal, coronando toda la estancia.

Ocupando casi toda la parte central de la pared de la sala de oración, donde está el estrado de la “bimah”, el púlpito, se encuentra un gran gabinete con el arca que contiene los rollos de la torah, saturado de placas de plata con inscripciones, y fotografías de feligreses.

Al entrar en La Ghriba, que significa “la maravillosa”, se presenta un recepcionista que te informa de la obligación de descalzarse, y te señala una caja con pañuelos para cubrirse el pelo las mujeres, otra con “kipás”, la mini boina judía, para cubrirse la coronilla los hombres, y luego un revuelto de billetes y monedas amontonado sobre un banco, mientras un par de ancianos con los ojos cerrados, sentados en la gran sala principal, escuchan a otro que está sumido en una escalofriante y desgarradora lectura de los textos de la Torá, que pone los pelos de punta.

Tras la visita y las fotos, devolvemos los accesorios a sus cajas, y regresamos a nuestro espacio tiempo, dejando atrás los campos con olivos, palmeras y cabras que rodean la sinagoga, los bloques de hormigón, la garita de control y el puesto de la policía, y tomamos la calle de vuelta al pueblo.

De camino, un taxi (2º) vacío pasa en dirección contraria, y un gesto de la cabeza basta para que gire y de la vuelta. Nos montamos y tras conseguir entendernos con el hombre, recorremos los 8 kms de distancia que hay hasta el zoco de la capital, Houmt Souk, por 1’5 euros.

Houmt Souk, en árabe “el barrio del mercado”, capital de la isla con unos 45 mil habitantes en el núcleo urbano, no deja de ser un pueblo grande de casas encaladas de media altura, callejuelas, preciosas mezquitas yerbanas, y por supuesto mercados, el zoco con una parte al aire libre y otra cubierta, organizado como todos los souks árabes por sectores de gremios de artesanos, joyerías, cerámicas, especias, ropas, etcétera, y el mercado local mucho más popular de los lunes y los jueves, que se extiende desde el zoco hasta casi el fuerte español al lado del mar.

Houmt Souk es el único punto de la isla, junto a Midoun, donde poder encontrar un hipermercado tipo occidental, el Carrefour, para poder abastecerse de productos de infieles y sobre todo, de cerveza o alcohol, ya que no se vende en ningún bar, restaurante, tienda o pequeño super de la isla. Así mismo, en la capital es donde están radicadas la mayoría de agencias de viaje y tour operadores, donde poder contratar sin ningún problema, tours a partir de 2 dias o excursiones de 1 día al continente, sobre todo al sur de Túnez, saliendo de la isla por la calzada romana de El Kantara.

Nada más bajar del taxi, en la esquina de la calle donde están los primeros puestos callejeros de cestería y comercios del zoco, caemos en el error de aceptar la invitación de un garrulo bautizado como Abdul, de verborrea multilingüe, a entrar en la tienda llamada Fátima. A medida que van pasando los minutos, y viendo que no tenemos una cesta rebosante de chorradas, el individuo comienza a insistir con mira esto, mira lo otro, te traigo esto, te traigo lo otro, calidad, barato, ... al tiempo que trata de agigantarse subiendo el volumen de la voz, mientras se le agarrotan los músculos faciales, le aparecen rictus amenazantes en la jeta, y rayando en la agresividad, toca un brazo y obstaculiza la salida poniéndose delante. Tranquilidad, un par de bastas, tres gestos de stop, y poniéndole un espejo delante, la cosa no va más allá, y nos largamos del Shopping Center Fátima, dándole la espalda al excitado Abdul.

En el resto del zoco todo normal, con mayores o menores grados de pesadez, pero sin traspasar nunca límites desagradables. Recorremos un rato la lonja de pescado, los callejones, y nos sentamos a tomar café en la bonita y animada terraza de un bar local de una plaza, y pasado el mediodía, salimos de allí con unas babuchas de piel de 5 € y otras de 12 €, tras regatear un buen rato por los ridículos 45 € que pedía el tendero, amparándose en el exquisito trabajo artesano del calzado.

En Djerba, la hora de la comida es hasta las 2 y media, por lo que a la 1 y media del mediodía, echo un vistazo en el maps offline a restaurantes de la isla, y nos largamos, como no en taxi (3º), al restaurante Chez Chouchou en la “zona turística” de Midoun, a 17 kilómetros del zoco. Pagamos 3 euros por el taxi, que nos deja en la puerta, y nos sentamos a comer en las mesas del exterior. En el restaurante, bastante sencillo, hay mucha gente local y algún turista suelto comiendo espaguetis. Comemos bien, y una dorada con acompañamiento y un cuscus de cordero con agua y pan, nos cuesta la friolera de 10 €.

Veinte minutos a pie entre muros blancos de resorts y hoteles spas vacíos, nos cuesta vislumbrar las aguas del mediterráneo. A medida que nos vamos acercando a la orilla, un camello infantil va viniendo hacia nosotros, hasta que al llegar a la altura de unos hierbajos, gira y se pone a rumiar. Al alcanzar la orilla, se nos acerca caminando otro camello llamado Karim, agarrando a un caballo por las riendas, y sin saber como, mi compañera acaba cabalgando a la orilla del mar mientras el camello Karim, que no para de hablar en italiano, me indica como y en que puntos hacer fotos, y me ofrece montarme en otro caballo, o en otro camello, o en un burro, o en él, o a posar al lado del caballo, o a hacerle una foto a un camello haciendo el pino, o a que el caballo me haga una foto a la orilla del mar, o a hacernos un selfie todos juntos, caballos, camellos, nosotros y él.

Le digo que no doscientas veces al taladro, y al acabar el paseo y desmontar de su camello una pareja de franceses que iban unos metros delante nuestro, se pone sin disimulo delante mío para impedir que vea lo que la pareja le paga por el paseo al camellero. Le pregunto que cuanto le debemos, y ni corto ni perezoso suelta que 140 dinares, o sea 45 €. Sin mucho esfuerzo calculo que si cada media hora el fenómeno se llevase 45 €, ganaría por una jornada diaria de 8 horas, 720 €, o sea 21.600 € los meses de 30 dias, 22.320 los de 31, y 20.160 los febreros no bisiestos. Lo comparo con los 3 € que nos han costado los 17 kilómetros de taxi desde Houmt Souk, o los 10 de la comida para dos del restaurante, y muy a mi pesar, acaba recibiendo 14 € por la broma.

Nos relajamos un rato en la playa, donde no paran de pasar jinetes ofertando cabalgadas, y ya de regreso a la carretera para buscar otro taxi, caminando por las calles desiertas entre los hoteles vivos o muertos, un tipo se levanta cuando pasamos, y se nos acerca para informarnos que es de Marruecos, que tiene tabaco y hachís, y me ofrece una moneda de 2 € mientras me pregunta que cuantos dinares son. Rechazo el timo, la moneda y la conversación, y continuamos hacia la carretera.

En el salon de té de un complejo hotelero amarillo que pone Tapis Volants, en la rotonda de la carretera en dirección a la playa y la carretera a Midoun, tomamos un par de magníficos expresos de Lavazza, antes de coger otro taxi (4º) para acercarnos hasta el Carrefour Express, el pequeño de los dos Carrefour que hay en Midoun, situado en el centro. No hay cervezas, pero compro alguna cosa para solucionar cenas. En las escaleras de la salida, mientras embolsamos la compra, otro individuo se para a preguntarnos de donde somos, a escuchar que de Barcelona, a exclamar españoles!!! como si fuese catedrático de Geografía, a informarnos de su nacionalidad marroquí, y a ofrecernos, sin ningún tapujo entre la gente que pasa por la calle, marihuana de la buena.

Son las 5 y media de la tarde en Midoun, y el sol se pone en Túnez. Hay mucho movimiento de gente que acaba el día, y tráfico en las calles, y en una parada de taxis en un descampado al lado de la carretera, hablamos con uno de tantos y regresamos a nuestro Erriadh o Hara Sghira como más guste, el tranquilo y silencioso pueblo pintado. El taxi (5º), como los anteriores pero más veloz, nos deja honestamente en el bonito portalón antiguo de madera del Dar Dhiafa, por 2’5 €. El resto son un par de cervezas, algo de wifi en las acogedoras salas del vestíbulo, porque a las habitaciones no llega la cobertura, algunas llamadas telefónicas, y unas cuantas letras.