Hacia los Acantilados de Moher.
El día amaneció sin lluvia, pero los nubarrones que surcaban el cielo eran poco prometedores, con lo cual no sabíamos qué nos íbamos a encontrar en una de las atracciones turísticas más importantes de Irlanda: los Acantilados de Moher. Al margen del viento o la lluvia, lo peor que puede suceder a sus visitantes es toparse con la temida y espesa niebla que en ocasiones emborrona por completo el panorama, impidiendo apreciar nada de nada. Afortunadamente, no se la esperaba esa mañana. Algo era algo.
Situación de los Acantilados de Moher en el mapa de Irlanda.
Desde Galway, teníamos por delante un recorrido de algo menos de 100 kilómetros, por una carretera que corre cerca de la costa, permitiéndonos descubrir paisajes muy variados, surcando una parte de lo que se conoce como “The Burren”, un área de 350 km2 de territorio de piedra caliza con aspecto desértico, pero salpicado por flores y plantas que crecen entre rocas y grietas.
En las inmediaciones de Kimvara, pudimos ver desde el exterior el inquietante Castillo de Dunguaire, cuyas ruinas aparecen varadas junto al mar.
Posteriormente, fuimos contemplando lugares como la Abadía de Concomroe, una bucólica perspectiva sobre la pintoresca Mucknish West Tower House y un buen número de panorámicas que ampliaban nuestra experiencia sobre las tonalidades de los “verdes irlandeses”, de los que se afirma que hay más de cuarenta.
Supongo que en tamaña variedad también juegan su papel como complemente necesario un completísimo surtido de nubes en todas las gamas de blancos, negros, marrones y grises. Una sugerente paleta cromática en la que, de momento, escaseaba el azul.
En un país con tan pocos “altos”, me llamó la atención afrontar una especie de puertecito, que resultó ser Corkscrew Hill, es decir, la Colina del Sacacorchos, desde donde pudimos divisar unas bonitas vistas… verdes, claro.
Según nos aproximábamos a Moher, el cielo se oscurecía y cuando nos faltaban apenas diez kilómetros se puso completamente negro y empezó a caer la del pulpo; además, el viento soplaba tan fuerte que empezó a zarandear el autobús. ¡Uff, la que nos aguardaba…! Si seguía así, no podríamos ni asomarnos .
Los acantilados de Moher.
Pues sí que pudimos. Cuando llegamos, había dejado de llover y, aunque el viento seguía soplando muy fuerte, se podía permanecer a la intemperie sin más problemas que intentar que el aire no te arrancara la cámara de fotos o el móvil de entre las manos .
Para visitar este emblemático sitio hay que abonar una entrada (creo que se paga al aparcar según el número de ocupantes del vehículo, pero no estoy segura), que incluye el acceso al Centro de Visitantes, donde se proyecta un vídeo sobre este paraje, su historia y sus características geológicas, que no me entretuve en visionar. Ni que decir tiene que es un lugar muy turístico y sumamente concurrido.
Desde el aparcamiento se pueden seguir dos itinerarios, que conducen a varios miradores, mediante caminos y escaleras, con los laterales que se asoman al abismo protegidos por unas altas losas de piedra, que está prohibido traspasar. Formando parte de este recorrido, hay una ruta de senderismo desde el pueblo de Doolin.
Hacia la derecha, divisamos en un plano elevado la llamada Torre O’Brien, a la que nos dirigimos mi amiga y yo como primer objetivo. De paso, y antes de llegar a su gran mirador, fuimos haciéndonos las consabidas fotos. Poco a poco, iba asomando el sol y las condiciones meteorológicas mejoraban, lo que nos permitía contemplar perfectamente el horizonte, en el que incluso se apreciaba el perfil de las Islas Aran.
Sin embargo, las nubes no se fueron del todo, lo cual no fue una mala noticia ni mucho menos, ya que la luz al filtrarse a su través le confería un aspecto algo mágico a aquel paisaje verde, verdísimo, donde pastaban las vacas, y que casi me impresionó más que los propios peñascos, donde se han rodado muchas películas, entre las cuales –dada mi edad- me viene irremediablemente a la cabeza “La princesa prometida” y sus acantilados de la locura (cliffs of insanity); supongo que a los jóvenes les resultará más familiar “Harry Potter y el Príncipe Mestizo”.
Las paredes verticales de Moher tienen una longitud de ocho kilómetros y alcanzan una elevación máxima de 214 metros sobre el Océano Atlántico. La mayor parte de la gente no va más allá de la Torre O’Brien, un edificio circular de piedra construido en 1835 por sir Cornelius O’Brien, en la parte intermedia y más alta de los acantilados, para servir de mirador a quienes acudían a visitarlos. Eso sí que era tener visión turística de futuro… Para subir, hay que pagar, lo cual no hicimos porque no nos pareció necesario en absoluto. Las vistas son buenas desde cualquier parte.
Seguimos caminando bastante más allá, lo que nos permitió contemplar perspectivas no menos interesantes, si bien preferí no arriesgar en algunos puntos de observación bastante vertiginosos, pues soplaban algunas rachas de viento muy fuerte, que pillaban de improviso, con lo que había que ir con cuidado.
Prestando atención, se pueden observar colonias de aves marinas que anidan en los peñascos, mientras que en las aguas habitan focas, delfines y ballenas. Al cabo de un rato, volvimos al aparcamiento para dirigirnos a los miradores de la zona sur, que ofrecen panorámicas diferentes y que, mirando hacia atrás, se asoman a Lainch Beach.
En total, estuvimos caminando cerca de dos horas. No cabe duda de que se trata de un lugar hermoso y espectacular, aunque tampoco me pareció de esos parajes únicos e irrepetibles, cuya imagen se te queda grabada en la mente por los siglos de los siglos. En fin, que particularmente no me apuntaría a una excursión de día completo desde Dublín para ir solo allí: no creo que merezca la pena pasarse seis o siete horas en un autobús para dar un paseo de una horita, con el riesgo añadido de que si aparece la niebla no se podría ver nada. Por supuesto, es mi opinión.