Península de Dingle.
Después de almorzar, hicimos un recorrido por la Península de Dingle, que representa el punto más al oeste de Irlanda, que presume de una naturaleza desbordante con acantilados, playas solitarias, pequeños pueblos pesqueros y colinas barridas por el viento entre praderas de intenso color verde dedicadas al pastoreo.
Dado nuestro tipo de viaje, iba mentalizada de que no podría conocer la zona del modo en que lo hubiese planeado de ir por libre, así que me tendría que conformar con los retazos paisajísticos que se obtienen desde la carretera R561, particularmente en los miradores de la lengua arenosa de Inch Beach, que muestra una playa con fuerte oleaje y barrida por el viento.
Iba sentada del lado malo, así que, si bien veía los acantilados, que conforman un paisaje descarnado y atractivo, no pude hacer fotos interesantes ya que no lograba enfocarlos. Resulta llamativo que, cuando la carretera deja la costa para internarse un poco en el interior, aparece otro mar, pero en esta ocasión no de picachos y rocas sobre los que rompe el océano, sino uno más sereno, conformado por colinas con inmensos prados donde los tonos verdes se vuelven fascinantes e infinitos.
Dingle.
Al cabo de un rato, llegamos a la localidad pesquera de Dingle, la más poblada de la península, donde estuvimos paseando durante bastante tiempo, disfrutando del sol, que lucía generosamente allí.
El inesperado calorcito nos animó incluso a probar los helados de Dingle, famosos por la leche de sus vacas, de una calidad exquisita, según nos aseguraron. Los chicos de la heladería, muy majetes, nos entregaron una carta en español. Tenían de distintos sabores, algunos mezclados con bebidas alcohólicas tipo coctel, lo que me hizo gracia. Los encontré caros, 5,50 euros una tarrina pequeña con dos bolas. Y tampoco nos parecieron nada del otro mundo; desde luego, a años luz de los italianos; y los alicantinos (¡ah, el de yogurt y trufa de Baldó...!) están mucho más ricos también.
A este pueblecito de unos dos mil habitantes, bastante solitario durante los largos y crudos inviernos, acuden bastantes turistas en primavera y verano, pues cuenta con numerosos restaurantes, pubs, tiendas de artesanía y atracciones diversas. Además, las fachadas de las casas están pintadas de colores vivos, que forman calles muy agradables y vistosas, aunque la hilera de coches aparcados a un lado le quiten algo de encanto.
Pasamos bastante rato recorriendo el puerto, desde el que se contemplan panorámicas muy bonitas hacia la colina, el mar y el propio pueblo. También tiene una escultura dedicada a un delfín que, según cuentan, estuvo apareciendo por allí durante varias temporadas, hasta que dejó de hacerlo.
Luego fuimos hasta la iglesia de Santa María, situada en un alto, a la que entramos, pues estaba abierta, aunque, pese a su aspecto, es moderna y dentro no hay nada especial.
Nos gustaron más los jardines que se encuentran anexos, con un diseño artístico muy peculiar. El acceso es gratuito y resultan curiosos de visitar. Además, pudimos refugiarnos del sol, que pegaba fuerte.
Intentamos encontrar algún mirador sobre la bahía, pero no lo conseguimos, ya que las casas estorbaban las panorámicas. Al regreso, curiosamente, según dejábamos la costa, fueron apareciendo las nubes otra vez. En cualquier caso, el paisaje de esta zona me pareció de los más interesantes que vi en Irlanda, aunque desafortunadamente sea de los que menos y peores fotos saqué.