Salimos de Walvis Bay por la C14 (asfaltada) para visitar brevemente la Duna número 7, que está poco antes del desvío del aeropuerto. La teórica pista D1984 se ha convertido en una magnífica autopista (llega hasta Swakopmund y es gratis), donde, a los pocos kilómetros del cruce con la C14, encontraremos el cartel anunciador del desvío, a nuestra izquierda, para llegar a la Duna número 7. Tendremos que cruzar las vías del tren (hay pocos convoyes, pero haylos, básicamente de mercancías).
Hasta hace unos pocos años (al menos en 2018) el acceso a la Duna 7 era libre, pero hoy ya han puesto la típica caseta de pago de tasas porque han incluido la Duna, en el Parque Nacional Dorob. El problema fue que llegamos demasiado pronto (serían las 8) y por lo visto, hasta las 9 (o más) allí no aparece nadie. Así que nos tocó ver la duna desde “fuera” pues una barrera impedía el paso de vehículos. Ello no fue óbice para apreciar su belleza a esa hora en que el sol le daba un aspecto anaranjado impresionante, y para tirar unas cuantas fotos.

Terminada la rápida visita seguimos por la novísima autopista y en media hora dejamos Swakopmund atrás y a nuestra izquierda, para seguir por la C34, una carretera asfaltada a tramos, pero, que a veces, se convertía en una pista de tierra muy bien apisonada, pero con una capa de sal que, si se mojaba por la bruma marina, podía resultar muy resbaladiza.
A unos 35 km de Swakopmund vimos, a nuestra izquierda, un pueblecito con casas de colores que respondía al impronunciable nombre de Wlotzkasbaken. Ante la monotonía unicolor que nos rodeaba, mereció la pena dedicarle un rato y unas fotos. Seguimos camino por otros 40 km y llegamos a la localidad de Henties Bay, donde solo paramos para llenar el depósito, ya que sería donde dormiríamos esta noche. Seguimos avanzando por esta ya pista rápida (había bastante tráfico) bordeando el Atlántico, que nunca estará a más de 300 m de distancia, y leyendo, uno tras otro, decenas de carteles que nos anunciaban playas, de ocurrentes y prometedores nombres, donde por lo visto la pesca con caña garantizaba fáciles presas, si bien la mayoría de estos anuncios advertían también de la necesidad de circular con un vehículo 4x4 (supongo que por las trampas de arena que debían tener estos accesos).

Hacía un buen rato que ya estábamos en la conocida como “Costa del Esqueleto”, nombre dado a estos parajes debido a los varios restos de barcos (pesqueros o mercantes, algunos grandes) que naufragaron por culpa de las insidiosas nieblas y de la peligrosa corriente de Benguela, procedente de la no tan lejana Angola. De momento no quisimos parar a ver ningún pecio (lo haríamos a la vuelta), prefiriendo seguir hasta donde el tiempo y las ganas nos permitieron. Superamos el río Omauru y seguimos camino alcanzando uno de los míticos carteles de esta costa: el de la Milla 72, que realmente no tenía nada de particular, pues era idéntico al paisaje que llevábamos desde Swakopmund: arenas, saladares, tierra y poco más.
A menos de 20 km nos topamos con el anuncio de la reserva de leones marinos, posiblemente, más grande de África y hacia ella nos encaminamos. Para llegar a la “Cape Cross Seal Reserve” había control de acceso, donde tuvimos que dar los datos del vehículo y pagar unas tasas de 350 ND (ojo: solo admiten efectivo) por 2 adultos y un coche, es decir, unos 18€. Superada la barrera, pudimos dejar el coche en un aparcamiento que había a unos 2 km y en unos pasos, llegamos a las pasarelas sobreelevadas (con puertas provistas de fuertes muelles para evitar que se queden abiertas) que nos permitieron pasear entre miles y miles de leones marinos en todas las fases de desarrollo (incluso vimos alguno totalmente muerto). La mayoría de los visitantes se quejan de que huele fatal (a muerto, a pescado podrido, al aliento fétido de estos pinnípedos…) pero nada que un buen pañuelo, o mejor, una de aquellas mascarillas del COVID, no puedan paliar eficazmente. Es realmente impresionante la cantidad de animales (incluidas gaviotas, charranes y algunos pelícanos) que por allí pululan como si no hubiera un mañana. ¿Merece la pena esta visita? ¡Por supuesto!

Después de una hora larga disfrutando con tanta “foca” y que, en algún momento, no estarían a más de un metro de nosotros (no olvidemos que no son focas, sino leones marinos de El Cabo; una de las diferencias más notorias es que éstos tienen pabellones auditivos bien visibles, mientras que los fócidos no), decidimos seguir nuestro recorrido por la Costa del Esqueleto, y así alcanzamos otro cartel igualmente legendario: el de la milla 108, tras el cual se cruza sobre el río Messum. A escasos 40 km, llegaríamos a otro punto famoso: la Ugab Gate, con sus calaveras cerrando la valla de acceso al Parque Nacional “Skeleton Coast”, donde había un puesto de control con horario de cierre (creo que eran las cinco de la tarde) y donde, si pasábamos, nos cobrarían la correspondiente tasa. Es aquí donde el río Ugab marca la frontera entre las provincias de Erongo (de donde veníamos) y Kunene (más de 500 km hasta Angola) con Torra Bay y Terrace Bay como hitos señalados y donde, a partir de Mowe Bay, la pista desaparece, convirtiendo la llegada a la frontera angoleña en Foz do Kunene (donde cruza el río de igual nombre) en una auténtica aventura, reservada a los más preparados (hay que hacer noche, llevar bidones de gasolina de repuesto, comida y agua…) o a los más locos.
Cuidado con esto porque a partir de Ugab Gate, la pista se complicaba (especialmente por la abundante sal de su superficie) lo que aconsejaba circular en un 4x4 (creo que los rangers no prohíbían el paso a vehículos 4x2, pero no era recomendable). Visto lo visto, que ya eran las 3, que teníamos 150 km hasta nuestro alojamiento, más las paradas y desvíos que hiciéramos por el camino, que nuestro depósito de gasolina estaba a la mitad, y, sobre todo, porque la monotonía del paisaje era constante, optamos por no seguir y darnos la vuelta, llegando hacia las cinco a Henties Bay, todavía con luz, para tomar el apartamento reservado en el “Huis Klipdriftselfcatering”, cosa que hicimos inmediatamente.
El alojamiento está dentro de un recinto con jardines y con dos puertas para vehículos (con vigilante) donde hay algunos espacios para aparcar. Nuestro apartamento tenía un saloncito (sin sofá ni sillones, pero con una cama individual frente a la TV que no encendimos porque no era cómodo sentarse ante ella) con rincón de cocina (barra, dos taburetes, frigorífico grande, fogones, microondas, tostador...) y menaje, pero todo bastante castigado. Dormitorio de tamaño medio con cama no muy grande (muy baja, colchón nada cómodo y sábanas poco apetecibles), mesillas y otros pequeños muebles. Baño alargado con inodoro y lavabo pequeño y una ducha (con cortina) de agua floja y toallas para renovar. Mesa y sillas de plástico en la entrada. Wifi aceptable. Los mejor era que el alojamiento estaba a pocos minutos caminando de la calle principal (restaurantes, supermercados, tiendas...). La foto de la fachada de Booking no responde con la entrada al alojamiento (corresponde realmente a un pequeño edificio que está dentro del recinto). Los jardines parecían poco cuidados. Habría que mejorar sábanas, colchón y ducha. Menaje de cocina y electrodomésticos muy castigados. No recuerdo aire acondicionado. Sin desayuno. Precio ligeramente alto para los estándares namibios pues fueron 805 ND (41€). Limpieza general muy mejorable. El trato de la encargada al personal de color que custodiaba el alojamiento no fue nada amable. Seguramente buscaríamos otro lugar para dormir.

Los 8.000 habitantes de Henties Bay no conforman un pueblo altamente turístico, así que, siendo la hora de cenar creímos que tendríamos que apañarnos con una hamburguesa. Afortunadamente tropezamos en la calle principal (a 5 minutos caminando desde nuestro alojamiento) con el inesperado “Fishy Corner”, un restaurante con terraza donde, dada la temperatura exterior más bien baja, optamos por sentarnos dentro y vista la carta, pedir dos enormes cuencos de sopa de pescado (al estilo de la chowder de Nueva Zelanda, es decir, con sus mejillones, su pan y otros frutos del mar), calentitas y suficientes para calmar cualquier hambre vespertina. Aun nos quedó hueco para la pizza especial de la casa, crujiente e igualmente marinera. Buena cerveza Hansa y postres adecuados. Un simpático restaurante con sillas rojas y cabezas de todo tipo de pescados decorando sus paredes (mención especial merece el logotipo de los baños: un pirata con pata de palo y una sugerente sirena). Bien de precio (460 ND= 23€) y magnífica atención del personal. Recomendable.
