Aunque cayó agua durante toda la ruta, el trayecto se acortó milagrosamente en ½ hora, porque tras la parada de descanso (con el billete tenías derecho a un refrigerio), acabamos apeándonos en Sukhothai a las 5 de la madrugada, junto a un par o tres de almas en pena más, con los huesos doloridos y la mente espesa, por el incómodo viaje y el exiguo descanso.
Con el equipaje en reposo en el semivacío vestíbulo, tan solo un solitario comercial nos ofrece de manera comedida alojamiento y tuctuc, enseñándonos un muestrario de tres guest house diferentes, que rechazamos porque no nos convence ninguna, marchándose sin expresar decepción. El deseo de un café que no existe en la estación a esas horas, mueve los pies a explorar por las afueras, donde a dos pasos ven luz encendida en un garito con una chica barriendo.
Saludo y pregunto, y la sonrisa resplandeciente en la noche, me invita a entrar. Vuelvo a comunicar la buena nueva y en 5 minutos, estamos sentados en un comedor como los caballeros de la mesa ovalada, en el centro de un garaje-tienda abierto a calle, TV encendida, potente equipo home cinema, nevera, mostrador de recepción, y estanterías alimentarias varias. Nos prepara los cafés y charlamos con la vista hacia la entrada de la estación y la claridad remolona que despierta.
La chica desarma con su hospitalidad pero, aunque nos ofrece habitaciones en ese mismo edificio por 300 THB (7’5 euros), le rogamos que llame al guest house J&J donde queremos alojarnos, a lo que accede, cediéndome el móvil para conversar con una chica con la que cierro 2 bungalós por 600 THB (15 eu) c/u sin desayuno, pero con pick up que nos recoge. Ducha y sueño de 1 hora, y nos juntamos a bendecir el desayuno en el restaurante abierto aporchado que da al río, desde donde se ve cercano el mercado y el centro del pueblo, justo en línea recta en la otra orilla. En el lateral, una pequeña presa junto a sacos de tierra colocados en la pared de metro que da a la fuerte corriente marrón, indican lo habitual: desbordamiento.
Vamos a la oficina de turismo, teniendo ya cerrado el tour a la ciudad histórica. El tuctuquero grapado a la guest, nos cobrará 200 THB (5 eu) a cada uno, por transportarnos por los puntos interesantes de la capital del primer reino tailandés, distante unos 12 kms de la ciudad nueva donde pernoctamos. Como comprobamos después, hay quien hace el recorrido a su aire, eligiendo otros medios como las bicicletas, que se pueden alquilar en varios puntos a la entrada del parque histórico, evidentemente con el inconveniente del clima, bochorno, sol aplastante, y chaparrones traicioneros en esta época del año.
Dentro del parque histórico, a la amurallada ciudad con su Wat Mahathat, rodeado geométricamente por las pagodas de wats inferiores, y a los lugares preservados y cuidados como el Wat Si Chum con su majestuoso Buda de preciosa mano, en una esquina exterior de las murallas, se accede previo abono de unos 100 THB (2’5 eu) por recinto, mientras que a aquellos no restaurados, en los que las piedras se desmenuzan, la broza invade, y el ganado con sus garzas pasta a sus anchas entre las ruinas, la entrada es gratis. Además de las piedras, es relajante pasear al lado del lago con los lotos asomando, viendo los cazadores de caracoles sumergidos en el agua, las marchas sin destino de los monjes azafrán, o como vigilan en silencio el rebaño, los embozados pastores.
Por mi parte, fue suficiente con unas 6 horas, incluida la interrupción para comer, aprovechando una tormenta que empapaba el paseo. Regresamos sobre las 4 de la tarde, y tras una buena siesta, me dedico a alimentar el diario, y tomar una cerveza viendo discurrir el río, mientras Sandra se pone al día sobre Chiang Mai.
Al atardecer, una vuelta por las pocas calles del centro del pueblo, invadidas de puestos de comida y frutas, nada más brincar el puente sobre el río, al pie del cual se encuentra el sendero de entrada a la guest house.
En una parada de frutas, aprovechamos y compramos algunas variedades a una jovencísima frutera, que no para de reirse mientras nos da a probar frutas que nos enseña a abrir:
Unas rose apple (Chom-phoo en thai), manzanas con forma de fresón grande y liso, con ligero sabor a gengibre.
Rambután o lichi peludo (Ngaw, en thai). Abierto contiene una especie de gran uva, pero con hueso. Es sabroso. En Costa Rica le llaman mamón.
Mangostán (Mahng-koot): fruta como una pelota de caucho, que contiene unos gajos entre membranas, de sabor dulzón.
Dragon fruit o pitaya (Geow Mangon). Se encuentran dos variades, una de pulpa blanca con pepitas negras pequeñas y otra de pulpa morada, más apreciada. Por textura resulta una mezcla de sandía y melón pero más insípida, aunque jugosa.
En Sukhothai no hay mucho más que recorrer, así que con la fruta y un pack de cervezas del 7Eleven, nos volvemos para tomárnoslas mientras charlamos, en el porche del bungaló, ya con todas las luces apagadas a las 9 de la noche. Nanit.
Con el equipaje en reposo en el semivacío vestíbulo, tan solo un solitario comercial nos ofrece de manera comedida alojamiento y tuctuc, enseñándonos un muestrario de tres guest house diferentes, que rechazamos porque no nos convence ninguna, marchándose sin expresar decepción. El deseo de un café que no existe en la estación a esas horas, mueve los pies a explorar por las afueras, donde a dos pasos ven luz encendida en un garito con una chica barriendo.
Saludo y pregunto, y la sonrisa resplandeciente en la noche, me invita a entrar. Vuelvo a comunicar la buena nueva y en 5 minutos, estamos sentados en un comedor como los caballeros de la mesa ovalada, en el centro de un garaje-tienda abierto a calle, TV encendida, potente equipo home cinema, nevera, mostrador de recepción, y estanterías alimentarias varias. Nos prepara los cafés y charlamos con la vista hacia la entrada de la estación y la claridad remolona que despierta.
La chica desarma con su hospitalidad pero, aunque nos ofrece habitaciones en ese mismo edificio por 300 THB (7’5 euros), le rogamos que llame al guest house J&J donde queremos alojarnos, a lo que accede, cediéndome el móvil para conversar con una chica con la que cierro 2 bungalós por 600 THB (15 eu) c/u sin desayuno, pero con pick up que nos recoge. Ducha y sueño de 1 hora, y nos juntamos a bendecir el desayuno en el restaurante abierto aporchado que da al río, desde donde se ve cercano el mercado y el centro del pueblo, justo en línea recta en la otra orilla. En el lateral, una pequeña presa junto a sacos de tierra colocados en la pared de metro que da a la fuerte corriente marrón, indican lo habitual: desbordamiento.
Vamos a la oficina de turismo, teniendo ya cerrado el tour a la ciudad histórica. El tuctuquero grapado a la guest, nos cobrará 200 THB (5 eu) a cada uno, por transportarnos por los puntos interesantes de la capital del primer reino tailandés, distante unos 12 kms de la ciudad nueva donde pernoctamos. Como comprobamos después, hay quien hace el recorrido a su aire, eligiendo otros medios como las bicicletas, que se pueden alquilar en varios puntos a la entrada del parque histórico, evidentemente con el inconveniente del clima, bochorno, sol aplastante, y chaparrones traicioneros en esta época del año.
Dentro del parque histórico, a la amurallada ciudad con su Wat Mahathat, rodeado geométricamente por las pagodas de wats inferiores, y a los lugares preservados y cuidados como el Wat Si Chum con su majestuoso Buda de preciosa mano, en una esquina exterior de las murallas, se accede previo abono de unos 100 THB (2’5 eu) por recinto, mientras que a aquellos no restaurados, en los que las piedras se desmenuzan, la broza invade, y el ganado con sus garzas pasta a sus anchas entre las ruinas, la entrada es gratis. Además de las piedras, es relajante pasear al lado del lago con los lotos asomando, viendo los cazadores de caracoles sumergidos en el agua, las marchas sin destino de los monjes azafrán, o como vigilan en silencio el rebaño, los embozados pastores.
Por mi parte, fue suficiente con unas 6 horas, incluida la interrupción para comer, aprovechando una tormenta que empapaba el paseo. Regresamos sobre las 4 de la tarde, y tras una buena siesta, me dedico a alimentar el diario, y tomar una cerveza viendo discurrir el río, mientras Sandra se pone al día sobre Chiang Mai.
Al atardecer, una vuelta por las pocas calles del centro del pueblo, invadidas de puestos de comida y frutas, nada más brincar el puente sobre el río, al pie del cual se encuentra el sendero de entrada a la guest house.
En una parada de frutas, aprovechamos y compramos algunas variedades a una jovencísima frutera, que no para de reirse mientras nos da a probar frutas que nos enseña a abrir:
Unas rose apple (Chom-phoo en thai), manzanas con forma de fresón grande y liso, con ligero sabor a gengibre.
Rambután o lichi peludo (Ngaw, en thai). Abierto contiene una especie de gran uva, pero con hueso. Es sabroso. En Costa Rica le llaman mamón.
Mangostán (Mahng-koot): fruta como una pelota de caucho, que contiene unos gajos entre membranas, de sabor dulzón.
Dragon fruit o pitaya (Geow Mangon). Se encuentran dos variades, una de pulpa blanca con pepitas negras pequeñas y otra de pulpa morada, más apreciada. Por textura resulta una mezcla de sandía y melón pero más insípida, aunque jugosa.
En Sukhothai no hay mucho más que recorrer, así que con la fruta y un pack de cervezas del 7Eleven, nos volvemos para tomárnoslas mientras charlamos, en el porche del bungaló, ya con todas las luces apagadas a las 9 de la noche. Nanit.