Despierto a intempestiva hora, así que marcho a rondar como un mon. En la rotonda kitch del reloj, símbolo de Chiang Rai, me siento en un escalón a espiar dos azafranes con su zurrón y su fiambrera que me han adelantado aerodeslizándose. Cruzan la avenida, y se paralizan en una puerta en la otra esquina. Escucho “ábrete sésamo en Tai” y la puerta se abre, pero no entran, sino que se alargan unas manos que dejan comida en el cuenco, y luego se juntan con la frente reclinada, contacto que activa un recital de bendiciones.
A las 9, en los últimos chupitos de cafeína, aparece puntual nuestra familia adoptiva, y antes de la carretera y la manta, nos acercamos a una agencia de viajes de 8 metros cuadrados, en un callejón con una tienda enorme de fundas para móviles en la esquina, poco antes del night bazar, para solucionar el traslado laosiano. Lo contratamos por una cuestión de comodidad, citándonos para cerrar a la tarde, un pack de transportes desde la guest house hasta Luang Prabang, por 1350 THB (31 eu) c/u, y con la sorpresa de Ni, que nos dice al salir, que se viene con nosotros.
Nos ponemos en marcha con destino a la casa de Song, hermana de Ni, en Ruan Mit, adonde llegamos en poco menos de 45 minutos. Su vivienda, es una planta baja de 2 pisos, cemento visto sin enyesar, techo de uralita, simple y con entrada con persiana metálica y puerta de madera al lado, a menos de 1 kilómetro de un elephant camp que hay más adelante.
Da a la carretera, pero está medio vallada por cañas y vegetación, y forma parte de un núcleo disperso de básicas viviendas levantadas a lo largo y a los lados de esta carretera paralela al río Kok, habitadas por Akhas, Yaos, Lahus, u otras tribus, que decidieron bajar de las montañas.
Paseando y cogiendo bayas comestibles de los árboles, nos acercamos al vecino elephant camp, a charlar un rato tomando algo, y a darles un poco de bambú y bananas a los elefantes, y más tarde, nos metemos hacia el río, a chafardear entre los puestos pegados a un embarcadero, uno de ellos, garito cutre con varias jaulas con pitones y reptiles, para sacarse una foto con los bichos por bufanda.
Durante el paseo, saludos a parientes y vecinos, uno de elos, sentado en un banco junto al padre de Ni, aspirando humo por el agujero de un tronco de bambú de dos palmos de diámetro.
Los antiguos campos de amapolas, donde se recolectaba tradicionalmente el opio, fueron sustituidos hace algunas décadas por cafetales, plantaciones de té, y árboles de macadamia, por lo que en la actualidad, por ejemplo los padres de Ni, únicos de la familia que permanecen en la montaña Doi Tung en el triángulo de oro, poseen algunos cafetales, además de elaborar su característica artesanía.
De regreso a la ciudad, paramos a comer en un bar de carretera secundaria, donde nos alimentamos con una sopa de verduras y fideos de arroz con carne, a elegir con o sin sangre, cerdo o ternera, y picante o no; un par de arroces, bebidas y cafés, por 450 THB (10 eu) los 9 que somos.
Una siesta y una ducha, y vamos a cerrar el traslado a Laos acompañados de Ni, que no deja de sorprendernos, porque nos informa que no puede venir con nosotros por tener caducado el pasaporte, y que la han echado del trabajo ya que la sustituta que había buscado, para poder pasar estos días con nosotros, no se había presentado.
No separamos para comprar unas fundas de móvil, y unos bálsamos de tigre y repelente antimosquitos, y nos reencontramos a la noche en el Cat bar de Jet Yod Rd, para tomar unas cervezas, y Gorka y Rosa, a saludar a Sam, el dueño y guitarrista amigo de su hijo Ruben, que como cada noche, empieza a tocar la guitarra, a la espera de la unión de los demás habituales clientes compañeros de sesión, que van cogiendo los instrumentos para acabar dando un concierto, a los demás clientes, y al resto de locales de vida disipada de la calle.