Hace unos 15 años subí el Kilimanjaro sin preparación alguna. Acabé tan cansado que ni siquiera tomé una fotografía del hito. Entonces dije que no subiría ninguna montaña inferior a los 5.895m, la altura que tiene el punto más alto de África.
Antes de empezar este viaje, un amigo me recomendó ascender el Huayna Potosí (6.088m). Esclavo de mis palabras, no pude evitar interesarme por el asunto. Así que, el lunes me levanté tarde y después de comprar parte del equipo que necesito para combatir el frío y oscuridad, acuerdo la excursión con la agencia. Paso por la Plaza San Francisco camino de los museos de la calle Jaen y veo que han montado una feria: se venden los dulces típicos de Todos los Santos. Compro una bolsa y cuando llego, los museos están cerrados.
La calle Jaén es la única que está restaurada y ofrece una bonita imagen con las laderas de La Paz al fondo. Entro en una tienda para preguntar por los horarios y conozco a Claudia. Estudió turismo y comienza a hablarme con pasión de las tradiciones aymaras, de las almas, de las superticiones, de la celebración de Todos los Santos.

Me comenta que aquí tiene una componente festiva. En las casas se preparan mesas de difuntos para recibirlos el 1 de noviembre y despedirlos el 2 de noviembre. En este periodo las almas bajan y se les recibe con una mesa con cañas de azúcar, escaleras de pan, tocoro (unas cebollas con tallo), comida del gusto del difunto, dulces y una figura de pan que pretende reproducir la imagen del homenajeado. No sé cuánto tiempo estuve hablando con ella, pero pasó muy rápido y el hambre me obligó a cortar la conversación. Comí muy bien en un discreto comedor, sopa y papalisa por 10B$ (poco más de un euro).
A las 15:00h, después del almuerzo abrieron las puertas del Museo de Etnografía, donde exponían diferentes máscaras de los carnavales de Bolivia (del que el de Oruro es patrimonio de la Humanidad) y el Qhapaq Ñam, el camino principal andino de los Incas, del que me pareció muy interesante un documental sobre el mantenimiento de un puente de fibras vegetales, que los vecinos reconstruyen cada dos años.
Al día siguiente me planté en la oficina a la hora señalada. Poco a poco fueron llegando mis compañeros de escalada:
Ruth (36, Irlanda) y Patrick (39, Holanda), una pareja que trabaja en Australia. Están viajando por Sudamérica por 4 meses más 1 para visitar a sus respectivas familias en Europa, cosa que hacen una vez cada dos años.
Antoine y Martin (28, Suiza), unos amigos del instituto que se han tomado un año sabático y medio. Los dos hablan un perfecto español, el primero por haber estudiado en Barcelona y el segundo por ser hijo de uruguayo y argentina.
Mathis (24, Alemania), un estudiante de medicina que lleva viajando 3 meses antes de incorporarse a un programa de voluntariado de 1 mes como médico en una comunidad menonita. (Los menonitas son comunidades protestantes de habla alemana que emigraron a EEUU en el s.XVII por estar perseguidas en Europa)
Rubén (36, España), que trabaja en turismo y aprovecha el fin de la temporada para viajar por 3 meses.
De camino al refugio base (4.750m) paramos en el almacén a recoger nuestro material. Hugo, el dueño de la agencia hace hincapié en la importancia del chequeo para evitar olvidos. Llegamos al refugio y nos recibe el jefe de los guías: vuelve a repasar el material y caemos en que faltan los arneses. Creemos que es una broma, ya que ninguno los tenemos. No lo era.
Después de acomodarnos y almorzar, subimos a un glaciar y practicamos cómo caminar sobre el hielo con los crampones y a escalar con el piolet alguna pared. Regresamos y comenzamos a charlar mientras nos hacen la cena. Después de comer, nos sentamos cerca de la chimenea para seguir la conversación, basada en los viajes y visiones de cada uno sobre Sudamérica. El fuego tira poco y calienta menos. Ha sido nuestro primer día de aclimatación a la altura.


Al día siguiente nos levantamos tarde y después de desayunar hacemos tiempo para que se descongele el agua y poder ducharnos antes de almorzar. Por la tarde subimos al segundo refugio (5.300m), una pequeña habitación con 8 camas. Cenamos pronto, a las 17:00h, y seguidamente, después de las explicaciones de los guías, nos vamos a dormir ya que esa noche iniciaremos la ascensión a partir de las 01:30h.
Ninguno pudo dormir bien, quizá por la altura. Pero todos nos despertamos a la hora. Con lentitud armamos las mochilas, tomamos mate de coca e iniciamos la marcha. No había luna y todo lo que se veía era el cielo estrellado y el manto de nieve que brillaba cuando las linternas frontales la iluminaba. Y frío, mucho frío.
La previsión era que alcanzásemos la cumbre en 5h, de modo que pudiésemos ver la salida de sol, a eso de las 06:30h. El caminar era lento y descansábamos cada media hora. Mi reloj se paró en el primer descanso, así que perdí toda referencia. Iba ligado a través de los arneses a Félix, mi guía. A él le preguntaba constantemente.
A la sexta parada empezó a clarear y poco a poco se empezaba a dibujar una línea naranja en el horizonte, como la que se ve desde los aviones. Todavía quedaba mucho por delante.


No fue hasta la última parada que pudimos apreciar que la cumbre fuese accesible a través de un camino por la vertiginosa carena de la cadena. En media hora hollé el pico tras cuatro de mis compañeros y otros tantos de otros grupos. Casi no cabíamos en el reducido espacio, pero logramos acomodarnos para, sin tropezar con las cuerdas poder ver el amanecer desde el punto más alto en el hayamos estado sobre la Tierra.

El regreso fue muy cansado pero el impresionante paisaje refortalecía. Era el mismo paisaje que fuimos dejando atrás en la noche sin poder admirar.


Ya de regreso al campo base almorzamos a las 10:00h y, agotados, subimos al autobús que nos devolvería a la agencia previa parada en el depósito para entregar el material. En el trayecto, de una hora y media, todos permanecíamos callados, dueños de nuestros silencios.